La masacre perpetrada por efectivos del Ejército en Putumayo, puso de presente un debate sobre el papel del periodismo frente al cubrimiento de las violaciones a los derechos humanos cuando se compromete la responsabilidad de agentes estatales. En este aspecto, desafortunadamente, el en-cubrimiento ha sido la norma.
“Falso positivo”, de hecho, es una etiqueta periodística que en su momento encubrió un crimen de lesa humanidad: el asesinato de civiles (personas protegidas por el DIH) por parte de miembros de las Fuerzas Armadas, para hacerlos pasar por combatientes de la guerrilla de las FARC.
La “ganancia” de los militares era doble: aparecían ganando la guerra ante la opinión pública, al mismo tiempo que reclamaban los beneficios que les autorizó la Directiva ministerial 029 del 2005 que premiaba con vacaciones y recursos económicos a los soldados, comandantes y unidades militares que presentaran bajas.
Para los periodistas, sin embargo, la ruina moral y profesional fue absoluta: copiando y pegando comunicados de prensa del Ejército, se convirtieron en un parlante deshonroso que naturalizó el homicidio de gente que hoy sabemos que era inocente, pero cuyo nombre se mancilló con titulares en los que se los señaló como “terroristas”, “criminales”, “antisociales”, “guerrilleros”, “forajidos”, entre otras expresiones deshumanizantes y calumniosas.
En nuestro informe sobre las ejecuciones judiciales en el Tolima, encontramos varios casos. Analizando las sentencias del contencioso administrativo y de la jurisdicción penal ordinaria, y una base de datos de prensa de 12 años (2000 - 2012), pudimos contrastar cómo civiles que fueron asesinados a sangre fría por los militares (determinado así por jueces de la República), eran relacionados en los periódicos El Nuevo Día y el Tolima 7 Días como miembros de estructuras armadas ilegales.
No puedo transcribir los nombres de las víctimas en esta columna porque podría comprometer la seguridad de sus familias, quienes hoy se movilizan para que se les haga justicia. Sin embargo, los casos no son pocos.
Sea este el momento de invitar a las y los periodistas, y a los medios que en-cubrieron estos hechos, a pedir disculpas públicas, por humanidad y por un mínimo de ética. Contribuirían mucho a la resarcir el daño moral y al buen nombre que produjo este terrible crimen.
Las ejecuciones extrajudiciales en el Tolima
El informe documenta estos crímenes agrupándolos en dos periodos: uno comprendido entre 2000 y 2006, cuando se presentaron 20 casos con 32 víctimas, y el otro entre 2006 y 2013, con 31 casos y 51 víctimas. En ambos periodos se identificaron patrones que llevan a demostrar la existencia de un aparato criminal dentro de la Quinta División del Ejército Nacional, la Sexta Brigada y varias de sus unidades, así como el traslado de esta misma práctica a otras divisiones; lo que permite concluir que la sistematicidad y generalidad de este accionar criminal obedeció a una política dirigida desde el alto mando militar.
Respecto a la fase de planeación, el informe documentó en el primer periodo comprendido entre 2000 y 2006, que las víctimas eran personas en condición socioeconómica vulnerable, habitantes de zonas rurales o lugares apartados. Algunas fueron señaladas de colaborar con grupos armados ilegales con base en información obtenida de fuentes anónimas o no verificadas.
Incluso una decisión judicial puso de presente la existencia dentro de la Sexta Brigada de redes de informantes con márgenes arbitrarios de actuación y denuncia. De este modo, cuatro de las víctimas, integrantes del Sindicato Agrícola de Trabajadores del Tolima –Sintragritol-,fueron catalogadas como parte del enemigo interno. En el caso de 25 de las víctimas, estas fueron abordadas por parte de las tropas del Ejército y sustraídas de sus hogares, lugares de trabajo o sitios públicos, solo por señalamientos de terceros.
En cuanto a fase de ejecución de los crímenes, hubo una simulación de combate y al menos a la mitad de las víctimas les fue implantado armamento o material de guerra, (en todos los casos el resultado de la prueba de absorción atómica -que comprobaría la manipulación del arma-, fue negativo). En el caso de ocho víctimas se logró corroborar que la trayectoria de las balas no coincidía con la descripción.
En relación con el encubrimiento, cinco de las víctimas fueron desaparecidas antes de la ejecución extrajudicial y siete fueron presentadas como Personas No Identificadas -PNI-. Dos víctimas fueron inhumadas en fosas comunes. Igualmente, se alteraron documentos relacionados con la operación, hubo declaraciones de militares negando o legitimando la práctica, e inconsistencias en sus testimonios ante la justicia.
Para el segundo periodo comprendido entre 2006 y 2013, el informe revela que en la fase de planeación se incorporó la práctica de los reclutadores civiles, entre ellos, se destaca Luis Jhon Castro Ramírez alias “El Zarco”, capturado en España y extraditado al país recientemente, quien asegura haber actuado en varios de estos hechos criminales bajo las órdenes del Ejército y, de hecho, se encuentra investigado por la comisión de algunos de estos hechos.
El informe expone también cómo 22 de las víctimas fueron señaladas por desmovilizados o vecinos, y cinco de ellas fueron asesinadas por su rol de liderazgo social, mientras que las restantes habían sido señaladas de colaborar con la guerrilla o pertenecer a grupos ilegales. En este periodo, 16 de las víctimas fueron sustraídas de sus hogares, lugares de trabajo o sitios públicos.
En la fase de ejecución entre 2006 y 2013, 43 de las 51 víctimas fueron presentadas como supuestos integrantes de las FARC o de bandas criminales al margen de la Ley. En el caso de 11 víctimas, los impactos de bala no coinciden con la descripción del combate, y a 19 víctimas les fue implantado armamento o material de guerra.
24 de las 51 víctimas fueron presentadas por los comandantes con amplio despliegue mediático como operaciones ‘exitosas’. También se presentaron prácticas como el cambio de prendas civiles por uniformes camuflados, el traslado de los cuerpos a lugares distintos a los de los hechos y el levantamiento de cadáveres por personal militar.
En la fase de encubrimiento, también en este periodo 2006-2013 se encontraron declaraciones de integrantes del Ejército que legitimaban o negaban la práctica, así como inconsistencias en sus declaraciones ante la justicia. Igualmente, se identificó la obstaculización de las investigaciones, así como un estado de impunidad generalizada. Solo en siete de los 60 casos documentados en este informe ha habido sentencia condenatoria y sobre el resto no hay información sobre el estado de las investigaciones.
Uno de los elementos que comprometen la presunta responsabilidad de los altos mandos superiores se extrae de la misma Directiva Ministerial 029 del 2005, que desarrolló criterios para “pagos de recompensas por la captura o abatimiento en combate de cabecillas de las organizaciones armadas al margen de la ley”, pero también de la Militarización del territorio, el accionar conjunto entre unidades tácticas y grupos paramilitares, la instigación a la comisión o a la tolerancia de la práctica por medio de la presión por resultados, los estímulos económicos o de otra naturaleza para la presentación de resultados, la falta de control sobre los subordinados, la masividad de los eventos que constituyen la práctica y el traslado de la práctica entre unidades militares con independencia de su jerarquía.
En el informe también se documentan los impactos psicosociales para las familias de las víctimas, de qué manera el asesinato de sus seres queridos tuvo una serie de afectaciones individuales, familiares y sociales como quebrantos de salud física y mental, miedo, zozobra, angustia y tristeza permanentes. También la vulnerabilidad económica, el resquebrajamiento de sus relaciones sociales, el distanciamiento y la estigmatización, la alteración de sus costumbres y creencias, sus vínculos familiares y comunitarios, en suma, la ruptura del tejido social.
Para las mujeres en específico, este impacto fue diferenciado al haber afectado estructuralmente las formas en que sus familias percibían sus ingresos, recayendo esta carga exclusivamente sobre las madres, así como, el cuidado de los hijos u otras personas a cargo. En los casos en que las víctimas se encuentran aún desaparecidas, son también mayoritariamente las mujeres como madres, esposas, hermanas, tías, abuelas, quienes asumen la tarea permanente de la búsqueda. Esto, sumado a las amenazas u hostigamientos y el temor profundo por denunciar e indagar cuando el victimario hace parte de la misma estructura estatal.