Las recientes celebraciones organizadas por el exalcalde de Ibagué Andrés Hurtado con ocasión de amor y amistad, y el cumpleaños de Santiago Barreto, primer sobrino del departamento, ponen en evidencia una mala práctica profundamente arraigada en la política local: la necesidad de exhibir poder político mediante fiestas multitudinarias, que no tienen otro propósito que el fortalecimiento de las redes clientelares y, por supuesto, el dañino culto a la personalidad que gobierna entre los políticos parroquiales.
La paradoja es que estos eventos, lejos de expresar cercanía con la realidad de la gente, son el reflejo de un sistema clientelista que refuerza la dependencia de las comunidades hacia los clanes políticos.
La fiesta de amor y amistad fue una demostración de que, para Hurtado, la política tiene más que ver con un concurso de popularidad que con la dignidad del servicio público. De allí la obsesión con la cifra de asistentes: 15.000 personas en la arena de conciertos que él mismo avaló de manera poco transparente durante su alcaldía, posiblemente previendo el uso que le iba a dar una vez regresara a la arena política. Negocios y política.
Lo de los Barreto va en la misma línea: fabricar una celebración de cumpleaños con el objetivo exclusivo de anunciar que la curul de Senado de la familia pasa de tío a sobrino. Poco disimulo, pero, sobre todo, muy poco republicano.
Los dos casos no son excepcionales, sino síntomas de una cultura política parroquial que prioriza el espectáculo y la vanidad personal sobre el buen desempeño de los asuntos públicos, lo cual, en mi opinión, explica el atraso del departamento en todo nivel.
¿Por qué? Vamos por partes:
Lo primero es el uso cuestionable de recursos. Aunque a la jefatura política que acude a estas prácticas nadie le pide cuentas, la frontera entre lo privado y lo público se diluye cuando quienes organizan estos eventos son líderes que ocupan cargos políticos o aspiran a ellos.
¿Cómo garantizar que no se están utilizando recursos públicos, influencias o favores adquiridos durante sus funciones para sostener estas demostraciones de poder? En un país donde la corrupción atraviesa todos los niveles del Estado, esta práctica refuerza la percepción de que la política es un negocio, más que una vocación de servicio.
Lo segundo tiene que ver con que estas celebraciones desvían la atención de los problemas estructurales que afectan a la región, propósito central de cualquier proyecto político.
Mientras se invierte tiempo y recursos en organizar estas manifestaciones de fuerza, el diseño programático para enfrentar desafíos (de toda la vida) como la precariedad en la infraestructura, la falta de oportunidades laborales, la deficiencia en la prestación de servicios públicos y la carencia de proyectos de desarrollo que generen riqueza económica, sigue aplazado.
Lo tercero, es que estas prácticas perpetúan la cultura política tradicional basada en el intercambio de favores y el fortalecimiento de redes clientelares. En el fondo, estas demostraciones de "cariño" y "cercanía" son un ejercicio de control social que busca asegurar la lealtad de las bases, en lugar de fomentar una ciudadanía crítica y exigente.
En última instancia, en su obsesión por el culto a la personalidad, estos liderazgos - tóxicos y extractivos - antes que fortalecer la institucionalidad, la debilitan, con lo cual, contribuyen al debilitamiento mismo de la democracia. Es obvio: si la gente ve al político como la figura central que puede resolver sus problemas, ¿para qué va a acudir a las instituciones?
Estos son los mismos conservadores que en las redes sociales se rasgan las vestiduras por la democracia y la institucionalidad.
El Tolima no necesita más fiestas, necesita políticas públicas serias, inversiones responsables y, sobre todo, líderes que entiendan que su misión no es entretenernos, sino transformarnos.
Y no son gallos, son lobos.