La pandemia originó (como respuesta inmediata) un incremento de las potestades de la administración y un correlativo desmedro de las libertades públicas y de los controles de la actividad administrativa.
Se dotó -en no pocas oportunidades- a las autoridades de facultades que, bien sea desde su concepción o desde su ejecución, constituyeron verdaderos abusos que terminaron siendo justificados a regañadientes, a pesar de haberse comprometido el orden constitucional. Así lo reseñaron diversas decisiones de los Tribunales Administrativos y del Consejo de Estado al ejercer el control automático de las medidas.
Una de ellas, que aún pervive a mi juicio sin explicación alguna, es aquella que puso en vigencia el Decreto Ley 491 de 2020, que consistió en la ampliación de los términos señalados en las normas vigentes para resolver las peticiones que formulan los ciudadanos a las autoridades públicas, duplicando virtualmente el plazo para responder algunas de las categorías establecidas en la legislación preexistente.
Creo que el acceso a la información relevante, a través del mecanismo constitucional de peticiones respetuosas, es un derecho cuya celeridad y eficacia nunca debió restringirse, por cuanto más que nunca en la excepcionalidad, el ciudadano requiere relacionarse con la administración, pues de ese relacionamiento depende la integridad de sus derechos.
Sin embargo, la perspectiva que propongo y que solo podría ahora tener un interés académico, desciende a la realidad actual, a la hora de preguntarse si tiene alguna justificación que las medidas de excepción que restringen -obviamente- el derecho de petición, deban seguir vigentes dos años después.
Sucede entonces, que la vigencia de la norma que amplió los plazos para responder las peticiones se sujetó a la duración de la emergencia sanitaria y ella ya superó los dos años de vigencia, por lo que vale la pena preguntarse si, al retornar a la presencialidad, habiéndose relajado ya la exigencia del uso de tapabocas en espacios abiertos y superadas las afugias de los primeros días de la pandemia, sea adecuado mantener el tratamiento excepcional para la decisión de peticiones, o si resulte necesario, incluso urgente, volver a los términos previstos por el Código Administrativo y de lo Contencioso Administrativo.
Desafortunadamente, la lectura que hace la administración del derecho de petición, se asemeja más a una afrenta que al ejercicio de una prerrogativa constitucional imprescindible en la participación del ciudadano y, por ello, la dilación, la ocultación y la elusión es suceso de común ocurrencia en Colombia, panorama al que contribuye la disposición legal que ha dejado de tener en la actualidad utilidad práctica.