Andrea Marroquín es el nombre una mujer que falleció hace unas semanas en nuestra ciudad a causa de una presunta negligencia, pues, aunque sus médicos tratantes recomendaron le fuera practicada una cesárea, la EPS no habría autorizado tal procedimiento; lo que conllevó a que, horas después de dar a luz, falleciera.
Este no es un hecho aislado, pues, si bien, no en todos los casos es mortal, la violencia obstétrica es una de las tantas formas de violencia que sufrimos las mujeres y probablemente una de las más silenciosas.
Hace casi tres años nació mi hija Victoria. Era el año 2021, yo tenía 21 años y el mundo recién se empezaba a reponer de la pandemia del Covid-19. Recuerdo con los vellos de punta ese doloroso proceso de parto: era madre primeriza y, como es común, llegué a la semana 40 sin iniciar trabajo de parto. Situación ante la que los médicos indican de forma precisa acudir a la clínica correspondiente para que el parto sea inducido.
En ese caso me correspondía acudir a la Clínica Tolima. Alisté una pañalera con todo lo necesario para mi bebé y para mí, con la decidida idea de que parir sería un proceso doloroso pero tranquilo de la mano de los profesionales de la salud. Pero la realidad, es que tan solo fue doloroso.
Cuando llegué me hicieron varias revisiones con un intervalo de espera de más o menos tres horas. Posteriormente, fui ingresada y hospitalizada, lista para iniciar el suministro de oxitocina con el fin de producir las contracciones y el parto. En ese momento fui despojada de mi teléfono y separada de mis acompañantes.
La primera noche fue tolerable, incluso logré conciliar el sueño a pesar de la música y las carcajadas en la madrugada por parte del personal de la clínica. Al día siguiente, el dolor se intensificó y la dilatación, es decir, la apertura del cuello uterino, era lenta. La dilatación que debe alcanzar una mujer para parir es de diez centímetros, y yo, durante todo ese día, solo logré avanzar dos. Mientras tanto, tuve que ver cómo otras maternas parían en sus camillas sin alcanzar a llegar a la sala de partos porque los médicos les decían con frialdad que aún no era el momento, o que aguantaran otro poco.
También tuve que escuchar repetidamente a los enfermeros decirles que no gritaran porque entre más lo hicieran, menos las atenderían. Yo, ante semejante advertencia, decidía guardar silencio con tal de recibir buen trato. Sin embargo, la segunda noche fue un verdadero calvario. Mis dolores eran insoportables, el tapabocas que se seguía utilizando en las clínicas me sofocaba y cada vez que debía bajarlo para reponerme, alguien me gritaba que lo subiera.
Durante esa segunda noche sólo lloraba en silencio y le pedía a Dios, a la virgen, y a otros santos que hasta antes de esa noche ni siquiera sabía que existían, que me protegieran a mí y a mi bebé, porque algo cierto es que, a algunas mujeres, dar vida nos ha hecho sentir muy cerca de la muerte.
Al día siguiente, en el cambio de turno, llegó un nuevo médico al que le hicieron un resumen de mi historia clínica. No sé su nombre, pero le voy a estar agradecida toda la vida, pues después de 36 horas en labor de parto y ocho centímetros de dilatación, ordenó que “no me dejaran sufrir más” y me fuera realizada una cesárea.
El mío es un relato que no tuvo ninguna consecuencia para mí o para mi hija. Pero para mujeres como Andrea, la suerte fue otra; demostrando las graves consecuencias de la desidia de las entidades prestadoras de salud.
Así, ni el de Andrea ni el mío son casos aislados; y pueden corroborarlo con los comentarios que dejaron varias mujeres en la noticia publicada por EL OLFATO sobre el fallecimiento de Andrea, donde cada una de ellas cuenta su propia historia y la forma en que fueron violentadas durante su embarazo o su parto.
Pero también puede ser corroborado con cifras y estudios. Por ejemplo, en 2020, el Movimiento SSR publicó un estudio donde a través de encuestas pudieron establecer que 6 de cada 10 mujeres colombianas se han sentido incómodas, ofendidas o humilladas durante una consulta ginecológica o prenatal. Además, un 38% de esas mismas mujeres experimentaron amenazas, insultos o coerción por parte del personal sanitario.
Tomar medidas frente a este fenómeno es prioritario. Traer un hijo al mundo no puede seguir siendo una tortura que cobre la vida de las mujeres y tener un parto humanizado no puede seguir siendo un privilegio. ¡Desmontar este tipo de violencia es urgente!