“Me fuiste acostumbrando a que el café en la mañana siempre supiera amargo, a que los días de lluvia se nos hicieran largos, tu convertías en negro todo lo que era blanco”, así comienza la letra de una canción de Kany García, quien, con algo de gracia, relata una historia sobre la necesidad de tener autoestima frente a relaciones tóxicas.
Suelo escucharla en las mañanas de camino al trabajo por el gusto que tengo por la cantautora. Confieso que canto a todo pulmón la canción, que de hecho se llama DPM (de pu#% madre) y al tararearla, parece que quisiera dedicársela a quien me ha hecho ver a Ibagué fea, acabada, destruida.
Me siento ‘entusada’ con mi ciudad, envuelta en una relación de esas que los más jóvenes denominan “tóxicas”, pero no con mi querida Ibagué, sino con quienes toman decisiones por ella y, en esa ruleta, por todos.
En el trayecto se ha hecho inevitable no vociferar alguna grosería, cada vez que caigo en un hueco o me encuentro en un trancón, las dos cosas comunes en estos tiempos en la ciudad.
La relación con quienes nos gobiernan tiene las características típicas de una “relación tóxica”, en la que sucede más o menos lo siguiente: una parte sufre (los ciudadanos) mientras él/ellos disfrutan, llega un momento en que perdemos la capacidad de controlar las decisiones que nos afectan y él/ellos lo aprovechan, caemos en la dinámica peligrosa de dejar hacer lo que él/ellos quieran con nosotros. Finalmente, normalizamos el abuso, caracterizado por las prácticas clientelistas, las negligencias, la incompetencia y hasta el abandono.
Los que gobiernan suelen no reconocer sus debilidades e incluso se enfadan cuando se ven expuestos a la opinión pública por los errores que cometen, porque no aceptan culpa, ni se disculpan. Dicen que no se burlan de ninguno y menos de la justicia, pero sus acciones están muy lejos de sus palabras. El resultado es que con el tiempo minimizamos los problemas de la ciudad.
Cuando te enseñas a vivir mal, a verlo todo mal, a convivir entre el desastre, solo a quejarte, y a no reconocer que lo malo no es tan bueno, pues pasan cosas como las que suceden en Ibagué. Somos el reflejo de la terrible debilidad de nuestras instituciones más importantes.
Los espacios de opinión mediados por los likes u otras reacciones en las redes sociales, parecen ser el único modo en el que expresamos nuestra terrible inconformidad con las maneras en que se administra nuestra ciudad, pero esa no es la solución a los problemas.
Realmente el llamado es a denunciar, a no contestar desde la indiferencia con las prácticas que puedan constituir corrupción o ausencia de transparencia; hay que hacerlo, hay que intentarlo, así encontremos muros. Hay que forzar mayores resultados de los organismos de control y mayor vigilancia en la administración de los recursos, hay que pedir transparencia en la ejecución de todo por lo que pagamos con creces, para no sentirnos burlados, como siempre.
Hace unos días una amiga me decía que era mejor no escribir sobre esto, que era políticamente incorrecto tomar estas posturas, que con el tiempo podría estar en una posición en que necesitara de quienes ahora crítico, a lo que contesté: por supuesto, de esto se trata, de “incomodar”, porque cuando se incomoda se obtiene de la gente solo dos cosas: o lo peor de ellas o su mejor versión, y yo sinceramente anhelo ver la mejor versión de todos, considero que están a tiempo de hacerlo bien y humildemente por la ciudad.
Ahora, si se les llegara a necesitar (situación que no quisiera) tendré que asumir dos cosas: que se me juzgue por mi actual juicio o que se me dé la oportunidad de mostrar una mejor versión desde la banca. De cualquier modo, seguir bajo la premisa de lo políticamente correcto es lo que nos tiene amilanados en el conformismo con lo que está funcionando mal.
Hoy más que nunca Ibagué nos duele, nos duele mucho, pero quizá sea el tiempo de recuperar su valor, y con él nuestra propia estima como ibaguereños.