¿Cuántas veces has escuchado que eres el resultado de tus propias decisiones? Muchas, ¿cierto? Esa tendencia a creer que el destino está de manera exclusiva en nuestras manos, forjada a pulso por los empeños, valores, virtudes o aprendizajes construidos desde la experiencia por nosotros mismos, acompaña de manera permanente la historia de la humanidad.
Pero has pensado: ¿por qué muchas veces, pese a los esfuerzos, no logras estar en la meta de éxito que quisieras? ¿Por qué esa escalera ascendente que está reservada en principio para todos te resulta lejana y esquiva?
Todos intentamos avanzar en la misma escalera, pero no siempre podemos, y lo que es peor: vemos a otros menos esforzados, con algunos privilegios extras, que logran estar en la cúspide de la misma. ¿Cómo es eso posible?
Existen miles de teorías que podrían explicar el fenómeno, sin embargo, parte del descontento social actual tiene que ver un poco con esto; una especie de resentimiento forjado por lustros contra una élite que nunca tuvo que pisar peldaño por peldaño la escalera, pero que está en la cúspide de la misma sin el más mínimo esfuerzo.
Quienes nos gobiernan son parte de una élite embriagada de poder y riqueza por cientos de años, y aunque pudiéramos vivir así otros cientos de años más, y sobrevivir medianamente bien en ese concepto, hay datos que no deberíamos pasar por alto para entender por qué se presenta la incomprensión al dolor colectivo.
Quien no ha estado en posición parecida a la de los desfavorecidos sociales le resulta difícil entender el modo de ayudarles, de ello han dado ejemplo algunos exministros de la historia reciente.
¿Qué va saber de necesidades un ministro que desconoce el precio del producto básico de consumo más popular del país como es el huevo? ¿Qué va a saber de rendimiento escolar y acceso a calidad educativa con Internet un ministerio que nunca corroboró la sencillez de una garantía bancaria en un contrato multimillonario? Esto solo por aplicar dos ejemplos.
Lo cierto es que el mérito no siempre conduce a que gobiernen los mejores, es raro encontrar en el contexto político actual un gobernante virtuoso y cívico, no generalizo, imagino que los hay, imagino que existen, y que por una extraña razón conducen cosas bien, y que por ello logramos sobrevivir.
Sin embargo, cuando se hace un análisis de la ocupación del poder en el país se puede dar cuenta de cómo quienes ya estaban en la cúspide, consolidaron generosas ventajas para su prole.
El poder en un país como el nuestro está dado solo para la clase privilegiada, casi ungida, se transmite de una generación a otra, imperceptiblemente la élite se abroga la herencia de gobernarnos, es tan arraigado el concepto, que más de 28 presidentes han estudiado en el mismo colegio de origen religioso.
La historia muestra segundas y hasta terceras generaciones en el poder presidencial, y así hay apellidos que se insertan con letras de oro en la historia, como los Pastrana, los Santos, los López, los Lleras, algunos de los presidentes son descendientes de familias aristocráticas, otros dueños de gran parte del territorio, hijos de exministros o de prestantes familias militares en periodos un poco más lejanos, pero definitivamente nacer en cuna de Presidente o ser familiar de uno de ellos aventaja con creces a la descendencia.
Se vienen ahora los apodados delfines y con tristeza debemos observar que hasta en la élite la mujer es menospreciada, no suena ninguna mujer para dirigir los rumbos de un país que pide a gritos un cambio en la desigualdad social, que tiene que ver no solamente con acceso a recursos, sino con las posibilidades de elegir un proyecto de vida acorde a las capacidades de cada uno.
A los resentidos, es decir a los perdedores en esa escalera de privilegio, es decir, al mayor porcentaje de la población colombiana, le toca seguir en el juego de la formación, de estudiar más, de dar más, de trabajar más, de redoblar los esfuerzos para lograr algo del éxito ya comprado y reservado para otros.
Y así como pasa en la historia nacional, hay que empezar a revisar la historia local, esa que también da cuenta de prácticas parecidas, en donde familias con apellidos conocidos por todos se apoderan -en tiempo y espacio- al poder.