La pandemia por fin ha logrado que los más resistentes al cambio asuman, o al menos acepten, que el mundo cambió, que la ley de Moore (velocidad del procesador de un computador se duplica cada dos años) hay que tomarla en serio y que en la cuarta revolución industrial la edad media se compartirá en las aulas y plataformas, pero no será el modelo de enseñanza a seguir.
Hace algunos años hubo fuertes críticas a los sistemas de gestión del aprendizaje (LMS por sus siglas en inglés) que empezaban a asomar la cabeza, permitiendo que se ingresaran datos clave para acompañar el proceso de cada estudiante, generando alertas, sugiriendo actividades de refuerzo, entre otras tantas cosas. Para muchos profesores, el uso de estas plataformas buscaba una estandarización que iba en contra de la libertad, de su rol y de la autonomía que debían tener en el desarrollo de sus clases.
Pedir que cargaran a plataforma un amplio banco de preguntas para la realización de exámenes, controles de lectura, ejercicios de apropiación de conceptos clave, entre otros; era visto como algo adicional e incluso como una carga inaceptable de trabajo. Algunas universidades optaron por pagar las horas que el docente trabajaba en plataforma y otras incluyeron el asunto en sus contratos laborales. Subrayar, usualmente en color rojo, y hacer algún comentario al margen para guiar a las estudiantes ahora era reemplazado por activar “control de cambios” y cargar un “archivo respuesta en plataforma”. Ya no había excusas de tipo “profe yo le entregué el trabajo”, pues todo quedaba registrado con hora, minuto y segundo en el aula virtual.
Para 2017 más del 70% de los profesores de universidades en los Estados Unidos afirmaban hacer uso de un sistema de acompañamiento en plataforma para sus clases presenciales. Sin embargo, en Colombia muchos seguían buscando la manera de evitar lo que veían como un tránsito definitivo y peligroso hacia la virtualidad ¿Cuándo la plataforma tenga todas nuestras clases y exámenes para qué nosotros? Pregunta válida sin duda, pero de una visión tan corta como las sesiones que algunos orientan y que los estudiantes agradecen por permitir algunos minutos de sueño.
“Nada reemplazará jamás lo que se hace en el aula con los alumnos” expresaban con un sentimiento de nostalgia, pero dando la pelea para evitar el cambio, maestros que añoraban la tiza y el tablero. Este último fue una gran innovación en el siglo XIX que, empero, generó también mucho malestar en quienes alegaban que se perdería la capacidad para recordar y archivar información en la memoria.
Pues bien, el COVID-19 obligó a que todos los profesores tuvieran que ir a un esquema de enseñanza remota y hacerlo sin un sistema de gestión del aprendizaje lo hace mucho más difícil. Ahora muchos piden capacitación para poder cargar mejores preguntas, escribir diferentes tipos de enunciados y reactivos, animar sus presentaciones y grabar cápsulas, en aras de acompañar mejor a sus estudiantes. Otros empiezan a estudiar mucho más para preparar sus clases, pues el alumno en plataforma suele verificar cualquier cosa que se dice con ese nuevo familiar que todos tenemos: Google.
El COVID-19 obligó a que los últimos guerreros de la tiza y el tablero dieran clic en “editar” y empezaran a trabajar en su plataforma. Obligó a que los profesores entendamos que nos toca estudiar mucho más y prepararnos mucho mejor si queremos ofrecer algo que motive a nuestros estudiantes y que genere más valor en lo que hacemos que la plataforma. Seremos mejores, mucho mejores. La universidad queda en deuda con el COVID-19.