Hace mucho tiempo no experimentaba la dificultad sofocante de querer escribir algo y no poder hacerlo con la soltura de otros tiempos. Los días fríos suelen convocar a una reflexividad inusual en las personas, y de modo particular, en mí. En uno de los tantos pensamientos que me acompañaban, llegó a mi mente la frase con la que he titulado esta columna.
La historia es más o menos como sigue: Cuando mi hijo tenía cinco años de edad, le lleve de viaje al mar, quería que fuera un viaje memorable, que sintiera la felicidad plena que da la combinación del sol, el agua salada y la buena compañía. En una de las actividades nos vimos en unos grandes flotadores sobre el agua dulce, de algún río que desembocaba al mar.
Le vi tumbarse en el flotador y transitar en el cauce de las aguas de modo pasivo; él que ha sido siempre bulloso, alegre, espontáneo y, en ocasiones, irritantemente hablador, pero esa vez guardó una gran pausa de silencio. Confieso que me asusté de verlo tranquilo, la serenidad en un niño es un asunto de preocupación. Así que le pregunté: ¿qué piensas? Me dijo algo que causó entre risa y nostalgia a todos los presentes en la actividad: “¡Mamá cuando sea grande volveré aquí con mi novia, y tú vendrás conmigo, no importa si estás mayor, yo te traeré!”. Acto seguido, se acercó a mi oído y me dijo: “y cuando mueras quiero que me prometas que estarás aquí conmigo”, solo pude contestar: claro que sí, te prometo que estaré siempre.
Me ha costado mucho tiempo procesar su poderoso mensaje, y obviamente en ese momento, que podría catalogar como uno de los más románticos que he vivido con mi hijo, me sentí conmovida por sus palabras, pero dadas las circunstancias, le cambié de tema para que viviera un momento de felicidad extrema en el agua.
Y es que hablar de la muerte, no se nos da fácil. Pero hay algo cierto: Todos moriremos. Sin embargo, en nuestra cultura, en ningún ámbito se nos educa sobre la muerte, no poseemos ni el conocimiento ni las habilidades para acompañarla y mucho menos para aceptarla. La muerte supone un fenómeno difícil, ambiguo y desconocido. Por lo que, frente a ella, la sensación más recurrente es el miedo, porque también es real que nos da miedo morir. Miedo que no se asocia al dolor, sino a la renuncia de lo que tenemos aquí, “nuestras cosas queridas”, en las que están nuestras relaciones con los que amamos y nuestra cotidianidad.
Los cambios percibidos en el último tiempo revelan que, en la actualidad, experimentamos un rechazo y desritualización de la muerte, así, por ejemplo, los escenarios de velación son espacios de duración cada vez más cortos, los entierros son menos y se emplea la técnica de cremación, ya no se envían flores o se realizan actos de reconocimiento público sobre la vida, obra o valores de quienes parten. Esto no quiere decir que se desprecie a la muerte, ella sigue siendo un momento de duelo y sufrimiento, pero ya no es igual que antes, ya no lo vivimos como antes.
Urge un cambio para hacer pedagogía a la muerte. Así como educamos para la vida buena y para la salud, es también importante educar sobre la muerte, y con ello romper el pensamiento clásico de la muerte como un fracaso, como algo negativo, como sufrimiento indefinido.
Y tal como dijo el Emperador Marco Aurelio: "Un hombre no debería tener miedo a la muerte, debería tener miedo a no empezar nunca a vivir".