En estos días tuve un incidente con un agente de tránsito que me hizo reflexionar. Hay que aceptarlo, vivimos inmersos en una cultura de ilegalidad. En nuestras conversaciones siempre aflora el tema de la corrupción, de las malas prácticas de otros, de lo ineficiente que es el Congreso o la justicia, de lo escandalosas que resultan las noticias, de cómo la realidad supera la ficción. Somos expertos en juzgar a otros, pero muy deficientes al momento de auto evaluarnos, de poner el foco de atención sobre nuestra conducta.
Queremos que el vecino actúe conforme a la ley, que los líderes y gobernantes observen las normas, y lo decimos en voz alta y fuerte, pero nosotros solo cumplimos la ley en aquello que nos beneficia, preferimos una actitud de conveniencia que se limita a interpretar la ley siempre a nuestro favor y evadirla o ignorarla en aquello que comporta una obligación, un deber. Si queremos un cambio en esta ciudad y en la región tenemos que empezar a erradicar esta cultura de ilegalidad y sustituirla por una de legalidad.
Fortalecer la cultura de la legalidad implica reconocer las normas como pautas de comportamiento de una sociedad, que los ciudadanos actuemos conforme a ellas por un convencimiento interno sobre la obligatoriedad de estas. Aunque jurídicamente legalidad significa obrar de acuerdo con lo que señala la ley, éticamente va más allá, pues implica una adhesión voluntaria y consciente a la norma, es decir, una convicción personal sustentada en la adhesión de valores universales y una actitud frente a los demás que se manifiesta en el cumplimiento consciente de las disposiciones que regulan la convivencia social.
Hoy la mayoría de las personas creen tener pocos motivos para involucrarse en la creación y desarrollo de esta cultura, afirman que el gobernante o el gobierno son los únicos responsables en hacer cumplir las leyes, y que la sociedad no tiene la capacidad para contribuir al cumplimiento de las normas. Lamento decepcionarlos, pero ambas perspectivas subestiman el papel y el poder de la ciudadanía, la comunidad y la cultura.
Con la cultura de la legalidad se combate la mentalidad de delincuencia en la que vivimos sumergidos, se construyen relaciones sólidas entre ciudadanos, relaciones de confianza entre lo público y lo privado. Con la cultura de la legalidad se golpea la corrupción, se abona el desarrollo, se le abre paso a la seguridad. Necesitamos empezar a implantar la cultura de la legalidad en nosotros mismos y nuestros micro entornos, quizás esto funcione como un antídoto contra el desapego a la ley, la ilegalidad y otros problemas causados por la desconfianza que tenemos los ciudadanos en el Congreso y en las autoridades encargadas de hacer cumplir la norma (administración y justicia).
Una cultura de respeto a la ley depende profundamente de nosotros, los ciudadanos, del compromiso que cada uno asuma para ser ejemplo y al tiempo para sancionar socialmente a quienes transgreden los límites normativos. No se trata de la justicia por manos propias, se trata de acciones como vivir conforme lo señalan las normas, conocer las leyes, aceptarlas y comprenderlas; o cosas más concretas como respetar el pare o la cebra, cumplir con los impuestos, denunciar las conductas delictivas, acatar las reglas del edificio o el conjunto, hacer la fila en el banco, no conducir cuando se ha tomado licor, entre otras.
Debemos volver a plantar en nuestro diario vivir una actitud basada en valores, que refuerce la validez que tiene el simple acatamiento de la norma, de las órdenes. Esperar cambios inmediatos es imposible, pero en la cultura cuando desde todos los sectores se trabaja de manera sinérgica y se refuerzan uno al otro, la legalidad termina germinando. Acabar con la corrupción es una tarea de todos y un primer paso es decirle a la ley sí.