Aunque no se introdujeron todas las peticiones de los principales promotores del no, es evidente que hay un nuevo Acuerdo de La Habana, que incluye numerosas de sus exigencias. Lo pactado mantiene como aspecto principal, determinante para valorar lo suscrito, el desarme de las Farc y su fin como organización ilegal. Luego no hay que coincidir con cada aspecto del acuerdo para respaldar, como lo expliqué en el Senado (Ver video), que se finiquite el proceso, dado el gran avance que para Colombia significa ponerle fin a un alzamiento armado que nunca debió darse y cuyos daños a la Nación han sido enormes.
Se contrapone con el programa del Polo, por ejemplo, que allí se diga que “La RRI (Reforma Rural Integral) se adelantará en un contexto de globalización y de políticas de inserción ella por parte del Estado”. Durante la implementación legal de lo pactado deberá corregirse que el acceso de las Farc a unas curules –participación que no objetamos– se acordara de forma que pone en riesgo la presencia del Polo y de otras fuerzas minoritarias en el Congreso, a pesar de que el reclamo se le planteó formalmente al presidente Santos.
También es comprensible que a otros sectores los contraríen aspectos del nuevo acuerdo. Pero no resiste análisis afirmar que por ello el país pierde más de lo que gana y que entonces es mejor que no haya acuerdo, porque no es así. Y no lo es porque nada en el texto desquicia a Colombia ni le impide avanzar por el camino de resolver sus demás problemas, que seguirán iguales tras lo pactado en La Habana.
Esas son exageraciones que pueden decirse más no probarse y que están conduciendo a que, según lo expresado por los voceros del Centro Democrático y de la Unidad Nacional, los colombianos sigamos, como corcho en remolino, presos del debate sobre qué hacer con las Farc, controversia que se ha usado para escoger en línea a cinco presidentes neoliberales, mientras tapaban que en todo los demás, los candidatos, supuestamente diferentes, representaban los mismos intereses.
Ya los formadores de opinión empezaron a martillar con que en 2018 todo se limitará a escoger entre los candidatos que promuevan los dos últimos presidentes de la República, pretensión calculada para que sin importar quién gane, ganen los mismos, con el mismo modelo económico, social y político de la globalización neoliberal, para que siga pasando lo mismo. Se trata de regresar a días como los del monopolio liberal-conservador, en los que las elecciones –con una ciudadanía políticamente manipulada mediante un sectarismo feroz– eran como carreras de caballos en las que competían varios ejemplares, pero, eso sí, todos del mismo dueño. El aporte aparentemente innovador de Santos consistiría en lograr la tercera presidencia de la Unidad Nacional, con el mismo programa que hoy ejecuta, más el Acuerdo de La Habana, y el respaldo de sectores provenientes de la izquierda.
Es obvio que la jugada de Santos consiste en regresar a Colombia a algo semejante al Frente Nacional –con sus contubernios fundamentales y peleas superficiales–, mediante el desarme militar de las Farc y, además, desarmar políticamente a los ex alzados en armas y a todos aquellos que en la legalidad hemos estado en la oposición al régimen, cosa que, así no lo digan, les suena a gloria a los líderes del Centro Democrático. Porque bien saben ellos que sus diferencias con el santismo, en asuntos medulares, no van más allá del proceso de paz.
Salta a la vista que el nuevo Acuerdo de La Habana sirve para desarmar a las Farc y para que estas, comprometidas con el respeto a la Constitución, se reintegren con garantías legales y políticas a la vida civil. Pero también es cierto que los demás problemas nacionales –y no lo digo como una crítica al proceso de paz– seguirán iguales, con sus graves carencias en soberanía y democracia auténtica, TLC y privatizaciones, sector financiero, monopolización económica extrema, medio ambiente, empleo y pobreza, salud y educación, agro, industria y servicios públicos, y ni qué decir que en corrupción política y de todos los tipos. Luego Colombia necesita en el 2018 un gobierno Ni-Ni, ni de la Unidad Nacional ni del Centro Democrático, que si bien respete el Acuerdo y la legalidad que lo respalde, también derrote las concepciones de la clase política que desde siempre, y en especial a partir de 1990, ha mandado muy mal en Colombia.