El Censo Agropecuario confirmó lo sabido: que avergüenza ante el mundo la enorme pobreza y miseria rural, la gran concentración de la tierra y el escandaloso atraso tecnológico. Pero más apena que confirme que Colombia tenga el peor modelo agrario del mundo, dado que el 70 por ciento de las tierras con potencialidad agrícola –sin contar la Altillanura– no se destina a la producción sino a la especulación inmobiliaria, como lotes de engorde. Y a la par se importa el 30 por ciento de los alimentos que consumimos, de acuerdo con la política de reemplazar a los productores nacionales por los extranjeros.
Como era obvio, ya salieron Santos, los jefes de los partidos políticos tradicionales y los formadores de opinión neoliberales a darse sus consabidos y farisaicos golpes de pecho y a hacerse los locos, como si no fueran ellos los causantes de lo que pasa. ¿O no han respaldado o hecho parte de todos los gobiernos, y en particular de los de 1990 hacia acá? Y se sabe que estos personajes, lejos de corregir, seguirán en lo mismo y les echarán la culpa a los que sí producen, como campesinos o como empresarios.
De ahí que Santos ande manipulando las cifras del Censo para convertir en aún más malo el peor modelo agrario del mundo, convirtiendo en ideal montar haciendas de decenas y centenares de miles de hectáreas y transformar en siervos del siglo XXI a los campesinos y a los empresarios comunes y corrientes, de acuerdo con el modelo de “sociedades” entre zorras y gallinas que Indupalma copió de Cargill, la mayor trasnacional agrícola del mundo. Y le impone al país el TPP, otro TLC con los gringos, que exige golpear el azúcar y la panela, según el proyecto de decreto de los ministros Cárdenas, Álvarez e Iragorri.
En desarrollo del paradigma de ultra concentración de la tierra, y a favor de los extranjeros, la Unidad Nacional y el Centro Democrático ya aprobaron en la Cámara un proyecto de ley para crear unas zonas especiales –las zidres–, calculadas, en primer término, para darles apariencia de legalidad a las ilegalidades de los clientes de Carlos Urrutia en la Altillanura, a quienes también defiende Néstor Humberto Martínez, ese otro abogado “sofisticado” y también muy amigo de Juan Manuel Santos y Germán Vargas Lleras.
Las zidres significan además el primer paso para despojar al campesinado del derecho que la Constitución le otorga, en exclusividad, sobre las tierras baldías del Estado colombiano. Para ello, la ley en trámite establece que los baldíos no se entregarán en propiedad, en áreas menores y solo a pobres del campo, como establece hoy, sino en concesión hasta por 30 años renovables –a perpetuidad, realmente– a magnates nacionales o extranjeros y en cualquier extensión, veinte, cincuenta, cien mil o más hectáreas. Necesitarán de una Corte Constitucional muy alcahueta para coronar tal viveza. Mientras esto ocurre, la Superintendencia de Notariado acosa con procesos jurídicos, para quitarles las tierras que poseen desde hace décadas, a los llaneros tradicionales, tras la falacia de que ni campesinos ni empresarios que no sean muy poderosos pueden producir en la Altillanura.
Justifican semejante despropósito con la insinuación falaz de que el agro no prospera porque no se utilizan las tierras de la Altillanura, como si no existieran en el resto de Colombia quince millones de hectáreas de mejor calidad subutilizadas, más baratas de cultivar y bastante más cercanas de los centros de consumo nacionales y de los puertos. Decía un veterano empresario llanero: “Con cada metro que se aleje de la Cordillera Oriental, hacia Venezuela, crecen en grande las dificultades para producir: por la inevitable adecuación de los suelos, los duros inviernos y veranos, los fuertes vientos, las ausencia se vías e infraestructura, la falta de mano de obra… por todo. Allí hay un potencial agrícola –cosa que comparto–, ¿pero hoy?”, concluyó. En el mismo momento en que el agro sufre por una profunda crisis y Santos le recorta su escaso presupuesto en el 48 por ciento, ¿cómo justificar que anuncie descomunales inversiones y subsidios para la Altillanura, una de las regiones más despobladas del país?
¿Puede Rudolff Hommes, tan entusiasta con la Altillanura y quien exige una excelente carretera a Puerto Carreño, en la frontera con Venezuela, a 971 kilómetros de Bogotá y a 1.487 de Buenaventura, demostrar en su artículo en El Tiempo que sí se puede producir en esas lejanías y competir con éxito en los mercados de Bogotá y de exportación?