De un tiempo para acá, la OCDE se ha vuelto casi omnipresente en Colombia. Que la OCDE dijo, que las normas de la OCDE señalan, que entrevista con Gurría, el secretario de la OCDE, que la OCDE sobre pensiones e impuestos, que la OCDE sobre educación… Y cada mención, en el 99.9 por ciento de los casos, con la connotación de cosa buena, de sabiduría, de amor por el país, de que los colombianos seremos felices si, primero, entramos a ese que la demagogia llama el “club de los países ricos” y de “las buenas prácticas”.
A tanto ha llegado el lavado de cerebro sobre este nuevo sanalotodo, que el jefe de Planeación pudo presentar como gran cosa suya y de Santos que en el Plan de Desarrollo vayan 136 “lineamientos específicos” de los 230 que el país debe cumplir para poder ingresar a la OCDE. Y en el artículo primero de dicho Plan se atrevió a poner que este “tiene como objetivo construir una Colombia (…) con los estándares (…) de la OCDE”.
¿Sometiéndose a la OCDE resolverá Colombia sus problemas? El caso de Grecia liquida toda ingenuidad al respecto. Porque la tragedia económica y social de los griegos –una de las más dramáticas que se conozcan– le ocurre a un país “socio” de la OCDE. E igual cabe decir de México, España y Portugal, entre otros en crisis, que también prueban que al “club de los países ricos” sí pueden entrar los países pobres, pero no en condición de timoneles sino de remeros, y que el término “buenas prácticas” se refiere a las que les sirven a Estados Unidos y al par de poderosos países europeos que controlan a la OCDE.
El celo minucioso con que los extranjeros de la OCDE están mandando en Colombia escandaliza. Para definir el Plan Nacional de Subdesarrollo hubo 45 reuniones entre la burocracia del Ministerio de Agricultura y la de la OCDE. ¿De algún otro, incluida la SAC, recibe tanta línea el ministro Iragorri? No sorprende que en el catecismo santista estén el libre comercio –los subsidios agrícolas de los países de la OCDE suman 258 mil millones de dólares– y la extranjerización de las tierras rurales.
En un país menos descompuesto que el del unanimismo sobre los asuntos económicos que controla el combo de Santos habría algún debate, así fuera menor, acerca de por qué aceptar esas 230 exigencias extranjeras, que literalmente se imponen porque Colombia no negocia su ingreso a la OCDE sino que adhiere –es “una adhesión”, machaca Gurría– a unas prácticas en cuyo diseño no tuvo ninguna participación. Y Santos somete a Colombia sin consultarle a nadie, sin debate ni aprobación del Congreso, en flagrante violación de la Constitución que ordena que los tratados internacionales –y el ingreso a la OCDE lo es en la práctica– deben tramitarse en el Senado y la Cámara y ser declarados exequibles por la Corte Constitucional.
La OCDE (1961) viene de la OECE (1948), y las dos son parte de los instrumentos con los que Estados Unidos modeló a Europa Occidental tras la II Guerra Mundial: el Plan Marshall, para inyectarle los recursos financieros de la reconstrucción y someterla, la OTAN, para asegurarse el control militar, y la OECE-OCDE, para definir la orientación económica, todo sometido a los intereses norteamericanos y a su objetivo de la liberalización económica –neoliberalismo, diríamos hoy–, pero dentro de los límites que exigía no imponerle el subdesarrollo –como a Latinoamérica– a la Europa de aquellos días, pues la necesitaban para oponérsela a la Unión Soviética, similar a como ocurrió con Japón.
La OCDE puede provocarle peores daños a Colombia que el FMI, el Banco Mundial y la OMC, a los que sin duda ha orientado con sus concepciones. Porque mientras que Estados Unidos y sus principales socios europeos deciden a su antojo en la OCDE, en esas otras instituciones tienen que debatir con el resto del mundo y con países de importancia que no hacen parte del famoso club, como China, India, Rusia y Brasil. Para la muestra un botón: lo que norteamericanos y europeos no pudieron lograr en libre comercio en la OMC, sí lo han alcanzado con los TLC bilaterales, que son tratados OMC-plus.
Santos se hinca ante la OCDE para hacer tres mandados: prescribirle a Colombia peores prácticas que las impuestas por el FMI y el Banco Mundial, someterse a Washington mediante relaciones aún más oscuras y lograrlo a través de un organismo menos desacreditado que sus semejantes de la banca internacional. Aquí también nadie, como Santos, se había atrevido a tanto.