Dar de baja para unos, masacre para los mismos, en fin, la guerra para algunos. Son las maneras como las gentes de las ciudades nos referimos, desde la comodidad de nuestros sofás, a la muerte de campesinos en este país.
No basta con haber, por décadas, desplazado a casi 8 millones de ellos a través de las formas más violentas e inhumanas, no bastó con quitarles la tierra y su cultura, no bastó con fumigarlos día tras día; ahora nos ensañamos con sus hijos, reivindicamos sus muertes como victorias desde las tribunas políticas, siempre mirándolos desde la barrera y con desprecio.
Hace veinte días fueron doce, hoy son veintiséis, representados como números como nos gusta en la academia. 38 en dos pantallazos mediáticos, muchos más en el día a día oculto de las veredas de este país.
En las ciudades no entendemos que son las mismas familias las que lloran, que no es ético pedir más guerra cuando no son nuestros hijos los que están allá poniendo la vida.
Los jóvenes citadinos no han entendido que la muerte no es la de un videojuego de consola, es la realidad del fusil, de la mina, de la bomba, que destroza cuerpos no pixeles y que son los ellos mismos los que ponen la sangre para que otros disfruten el oro.
Es insensato pedir más aspersión de glifosato, cuando no son nuestras familias las lavadas con cáncer, ni serán nuestros hijos los que mal deformados nazcan.
No es un problema ideológico el que está ocurriendo, es un problema moral de una sociedad que irresponsablemente va gritando y legitimando un lenguaje de la muerte que no nos toca, pero que si afecta a la población más vulnerada y maltratada de este país.
Por todos ellos, por nuestros campesinos muertos, por esas madres y padres que desde las veredas ven como la guerra de los poderosos les arrebatan sus hijos, es imperante pedir como mínimo un cese al fuego bilateral ya.
@alejzuluaga