Desde el mismo momento en que se hicieron públicas las conversaciones del gobierno nacional con las Farc en La Habana, defensores y detractores se han esmerado por ubicar la paz en unas coordenadas distintas a las del proceso de diálogo.
Especialmente quienes se han mostrado favorables a la solución política del conflicto armado (ya volveré sobre sus opositores), manifiestan constantemente que la paz no sería lo que Estado y guerrilla han negociado y acordado, sino que ésta se encarna en un conjunto de reformas estructurales que son las llamadas a solucionar de fondo los problemas del país, que no se estarían discutiendo en la mesa.
La paz, desde este punto de vista, sería una “actitud integral”, la encarnación de la “verdadera justicia social”, la expresión de la legítima “autonomía territorial”, la garantía de una “institucionalidad fuerte.”
En suma, la “paz positiva” - para usar las vulgarizadas expresiones de Johan Galtung - es lo que, si al caso, podrá venir después del silenciamiento de los fusiles (la paz negativa), que sería lo que, si al caso, se podrá negociar-acordar en La Habana.
“Lo que se está pactando es <<sólo>> el fin del conflicto armado”, dicen. “La paz es otra cosa.”
Por el contrario, los detractores del proceso comprenden proverbialmente lo que se está negociando en la Habana y sus “indeseables” efectos políticos: restitución de tierras, títulos colectivos de propiedad, expropiación del latifundio improductivo, participación de nuevos actores en el sistema político, tribunal para la paz…
Por eso, su visceral oposición no se ha centrado en las abstracciones, ni en las definiciones, ni en los significados del proceso, sino en su manifestación real y concreta: la mesa de diálogo.
Desde el principio, sus ataques se han concentrado en la agenda, en los acuerdos preliminares, en los negociadores, en los actores y sobre todo, en la posibilidad de que no se firme un acuerdo final.
Es paradójico que mientras quienes apoyan “decididamente” el proceso están sentados esperando las condiciones para construir la paz (sus acciones se limitaron a marchar el 9 de abril y a votar por el candidato de la paz), sus enemigos no ahorran esfuerzo por polarizar el país, no en contra de la paz, sino del proceso de paz.
La reciente firma del acuerdo sobre justicia nos tiene que llamar a un cambio de actitud. Independientemente de las consideraciones que cada uno tenga sobre la paz y el conflicto, es fundamental que rodeemos el diálogo.
Las limitaciones en la apropiación social del proceso son graves. Se necesitan grandes esfuerzos en esa dirección para garantizar su vigorosidad y reconocimiento, así estemos a las puertas de una firma definitiva. Por ahí dicen que es justo cuando se acerca la salvación que crece el peligro.
Más que números en encuestas que representa un sí a la negociación, debiéramos convertirnos en cuerpos en el espacio público. Buena parte de todo eso que nos imaginamos sobre la paz no se logrará antes de un acuerdo final en la Habana. Por eso, la paz sí es una firma.