Escribí en el artículo anterior que para ser buen gobernante es más importante pensar y actuar bien que argumentar bien, aunque en campaña política debe tenerse cuidado con la argumentación porque al fin y al cabo es necesario convencer.
Curiosamente fue la campaña que ahora ocupa a los colombianos la que despertó interés en la afirmación, pero es también la campaña la que atenta contra la profundidad y objetividad del debate.
Los seguidores de Petro no gustaron de la conclusión seguramente porque este candidato es bueno para argumentar y su rival no; sin embargo, creo que si les hubieran propuesto un debate entre las vicepresidentas no pensarían lo mismo, porque sin duda, creo yo, la de Rodolfo argumenta mejor que la de Petro.
Los académicos dirán que argumentar no es convencer con mentiras o con falacias, sino razonar bien y respetar las reglas lógicas y éticas del discurso; luego, sostendrán, es la argumentación la única que produce ideas correctas que, a su vez, conducen a acciones correctas. Yo estoy de acuerdo con ellos en que la argumentación orientada por la lógica y la ética conduce a buenas ideas, pero serán reglas convenidas, no principios, porque razonar bien en el discurso no es lo mismo que razonar bien en el conocimiento o en la acción o, dicho de otra forma, la argumentación no comprende todo el razonar.
El conocimiento de las leyes de la naturaleza y de las ideas principales de lo correcto para el ser humano y la sociedad, no es producto de la argumentación sino de la inteligencia, del bien pensar no del bien hablar ni del bien discutir. El bien discutir arregla de momento los asuntos de convivencia, del derecho positivo, genera ilusiones, pero puede destruir verdaderos principios ya comprendidos por la comunidad o crear una sociedad adormecida, engañada, que algún día despertará rabiosa y adolorida ante la evidencia de no haber resuelto sus grandes problemas morales, económicos y políticos.
Es cierto que, como dicen algunos filósofos del lenguaje, soportados en Frege y Wittgenstein, entre otros, el lenguaje es un vehículo en el que se constituye el pensamiento compartido; pero también es cierto, y lo reconocen también Frege, Wittgenstein y Austin, que el lenguaje en buena parte de su uso no es más que un instrumento de comunicación de ideas o conceptos previamente constituidos.
Por eso muchos pensadores, como Karl Popper, soportado en Kant, dicen que los problemas importantes de la ciencia y la ética no son acerca de palabras sino de cosas y que la filosofía es una especie de terapia, que nos inmuniza de los engaños del lenguaje.
Así pues, decir, cómo lo expresó un lector, que “si no se sabe argumentar, no se sabe pensar, si no se sabe pensar, no se sabe gobernar”, es un error. Lo primero no es argumentar sino pensar bien, porque el ser humano antes de aplicar y comunicar conceptos, principios e ideas, los conoce o establece, y, los básicos, los establece a priori, sin necesidad de la experiencia, de la conversación. Una vez establecidos estos, por supuesto que cobra importancia la argumentación, porque hay que comunicar, convencer y acordar reglas. Pero no se acuerdan principios: si los principios fueran producto del acuerdo no serían principios sino convenios, los principios, para que lo sean, deben ser universales, objetivos, no subjetivos. Y claro, para gobernar es necesario convencer, pero si se quiere gobernar bien, se debe convencer de lo verdadero y lo correcto, es decir de lo que sea acorde con los principios, no de cualquier idea.
A los críticos no académicos, es decir a quienes no les interesa el debate de los que creen que es el lenguaje el que constituye el pensamiento y los que pensamos que más que eso el lenguaje es un medio de comunicación, a ellos, que están seguros de que el buen gobernante es aquel que en campaña debate en todos los escenarios y allí convence y derrota al contrincante, debo decirles que entiendo perfectamente que en política se requiere argumentar, convencer y hasta vencer; pero si estas virtudes esconden o se imponen sobre los principios, se hace daño a la sociedad.
Lo ideal sería que en el político confluyeran principios y capacidad de argumentar, sin embargo, encontrarlas en una persona que tenga el deseo y las posibilidades de ser gobernante, sería algo así como el baloto; por eso, la sociedad a veces debe renunciar a buscar en el líder algunas de las virtudes ideales; pero, a la que no debe renunciar jamás es a la mínima, la esencial, la rectora, es decir que sea un gobernante que piense bien y actúe bien.
Poner en conocimiento de los ciudadanos esta conclusión es, en mi opinión, de suma importancia, porque sabemos de muchos expertos en el discurso que, como los magos, utilizan las palabras solamente para esconder lo que hacen con las manos. Si lo importante fuera las palabras, Carlos Antonio Vélez sería el técnico salvador de la Selección Colombia, Messi el peor jugador de fútbol del mundo, Roy Barreras el presidente que necesitamos y, en Ibagué, Francisco Peñaloza el peor alcalde de la historia.