Hace poco estuve varios meses dejándome arrastrar por la arquitectura y la historia del viejo continente gracias a los compromisos académicos y el interés infinito de recorrer las imponentes calles europeas. En medio de esta maravillosa experiencia, en la que la distancia te lleva a remembrar a quienes amas y a tus orígenes, me encontraba en una noche musical y de añoranzas, y en la que entre españoles, mexicanos y colombianos cada uno debía escoger su mejor disparo artístico.
Pasaron muchas canciones por mi mente, muchas de ellas aferradas a las historias y las anécdotas que desde niño mis tíos y mis hermanos me habían inculcado. Sin embargo, la pregunta que más me rondaba frente a aquellos gustos musicales que sonaban gracias a las escogencias de mis compañeros de velada, y que venían trazados por el flamenco, las rancheras y el rock era ¿qué canción describe no solamente de dónde soy, sino quién quiero que ellos descubran que soy?
Inicialmente, como si se tratara de un preludio al tatuar los colores de nuestra bandera en la campos Elíseos gracias al muchacho Bernal, pensé en Carlos Vives inmortalizando a los guerreros que pedalean encima de sus caballitos de acero.
Luego, pensé en Rolando Laserie y sus cuarenta tratando de decirnos que vengo de un lugar en donde descubres buenos amigos, aquellos de los que aprendes tanto de lo bueno como de lo malo, más allá de los besos que jamás se pueden comprar por más de que los puedas dar o recibir.
Seguí en mi búsqueda mental con mi inmortal y siempre presente José José, que con su profunda voz es el único que con una canción para tristes siempre me ha robado miles de alegrías.
Pero fue cuando recordé el aroma no solamente de mi país, sino de la ciudad que gracias a los diarios de un conde francés se conoce como la musical. No podía ser ajeno al cuestionado calificativo que nos impuso un europeo, y debía dar gala de buen gusto en mi escogencia. Nuevamente surgió otra pregunta en medio de los inquisidores ojos que esperaban atentos a mi elección musical ¿cómo les digo de dónde soy?
La respuesta estuvo bajo la letra del maestro Luís Enrique Aragón, a quien desde que tenía 15 años escuchaba en las noches bohemias de Bahía, aquel bar del Centro Comercial la Quinta; entonces grité, “la tengo, van escuchar la canción que habla de mi influencia marcada por el río Magdalena, de la mezcla que tengo de indio y español, de mi casta tolimense”; en medio de mi búsqueda por Youtube de la mejor versión de la canción, seguí anotando hacia las miradas de aquellos que disparaban su interés por mi preámbulo “yo vengo de tierra caliente, me llaman el calentano, soy de cepa tolimense, capataz, peón y baquiano”.
La canción no se hizo esperar, sonaron los tiples, y la atención de los asistentes adornada por mi entusiasmo y mis palabras llegaba a su mayor clímax. Empecé a “cantar” con mi cavernosa voz “ni soy pobre, ni soy rico, de eso no hablemos amigo, yo en cualquier mesa me siento”. El clamor seguía con el coro “vengo de tierra caliente, me llaman el calentano…”
Al final, cuando abrí los ojos del “canto” a todo pulmón, miré a mis compañeros, que ahora estaban en su propio cuestionamiento tratando de encontrar su canción, la que reflejara el lugar de donde eran; cada uno de ellos quería buscar aquella letra que describiera de manera musical el terruño que los vio nacer.
Yo, al final simplemente miré hacia la noche y me dije, “qué falta nos hace cuando estamos lejos que nos caliente y abrace nuestra gente, que nos degusten nuestros platos y que nos armonice el alma nuestras canciones; qué falta nos hace sentirnos cada vez más calentanos”