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Ser Feminista

Exsecretaria de Cultura de Ibagué
Exsecretaria de Cultura de Ibagué

 

Creía que la igualdad económica, social y política entre sexos se había logrado y que el término “feminismo” estaba mandado a recoger. También pensaba que las feministas odiaban a los hombres y que su verdadero objetivo era beneficiar a las mujeres en detrimento de los demás. Pero hoy más que nunca me doy cuenta lo equivocada que estaba y entiendo que el feminismo es necesario y que está lleno de valor. Como la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie dice: “todos deberíamos ser feministas”.

Las mujeres hemos sido tratadas desigualmente por la historia y hemos permanecido apartadas de la cultura y la educación. Nos han negado nuestros derechos y hemos sido invisibilizadas social y culturalmente por estar sometidas a la voluntad de los hombres que han tenido el poder desde hace siglos. En Colombia, por ejemplo, tan solo hace 62 años las mujeres podemos ejercer nuestro derecho a votar.

Históricamente la identidad femenina ha estado asociada exclusivamente a los oficios del hogar, como si tuviéramos una inclinación ‘natural o innata’ hacia lo doméstico. Se espera que seamos entregadas, sumisas y obedientes para que cumplamos a cabalidad con las tareas y responsabilidades de nuestras casas y que, además, lo hagamos alegremente. 

Este fenómeno es definido por la autora Betty Friedan como “La mística de la feminidad” y explica que a la mujer se le identifica como madre y esposa para truncar sus intenciones de realización personal por fuera de su casa y para hacerlas sentirse culpables de no ser felices dedicando su vida únicamente a los demás.

La gran mayoría de nosotras hemos sido educadas en sociedades patriarcales en donde se nos inculcan valores sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes, y esas creencias acaban por determinar nuestros comportamientos.  Nos han enseñado a vivir con miedo, a ser discretas y precavidas para evitar los peligros que “hay afuera” y ser responsables de nuestra propia seguridad. Crecemos teniendo miedo de hablar con extraños y de salir solas en la noche porque si algo nos llega a pasar, será culpa de nosotras mismas. ¿Cómo es posible que vivamos en mundo que no nos pertenece ni nos cuida, y en donde en vez de sensibilizar a los hombres sobre la violencia machista para prevenirla nos enseña a huir de los agresores?

Por el contrario, a los hombres suelen educarlos dentro del marco de un imaginario patriarcal, que sucede en el ámbito público y en donde el acceso a las mujeres es entendido como un símbolo de estatus, éxito, poder y riqueza. En ese mundo, posible solo para ellos, el más hombre de todos es el que más mujeres tiene, demostrando y reafirmando su virilidad. ¿Porqué no se les enseña más bien a valorar a las mujeres, a respetarlas, entenderlas como iguales, y a ser parte activa y equitativa de las labores domésticas y de cuidado?

Y es así como la violencia contra las mujeres es una realidad que resulta de un sistema de poder que hemos naturalizado e integrado en nuestras vidas. De acuerdo a los datos del Instituto Colombiano de Medicina Legal, entre el 2010-2014 la tasa de violencia interpersonal contra mujeres por 100.000 habitantes de Ibagué era mayor en un 60% que la de Colombia. Es decir, en términos comparativos, para 2014 Ibagué registró 120 casos más de violencia interpersonal contra mujeres que los registrados por Colombia, por cada 100.000 habitantes.

Estos datos son escandalosos ya que para el 2018 se han reportado 180 casos, un aumento del 32.4% en relación al 2017, donde más del 70% corresponde a violencia física y abuso sexual. Estos datos evidencian claramente que la violencia de género es un problema presente en la ciudad y que afecta a miles de mujeres. Históricamente la mujer ha soportado la violencia física y psicológica de los hombres en silencio. ¿Por qué? por miedo a represalias por parte del agresor, a que se desconfíe de su denuncia, o a que, una vez tenga la valentía de hacerlo, se le culpe o se ponga en duda su credibilidad.

Esta estructura en donde los hombres son dueños de nuestros cuerpos y nuestras vidas sigue operando en la actualidad y las mujeres seguimos haciendo parte pasiva de esas dinámicas porque nos parecen normales o no concebimos ninguna otra opción.

Estos machismos están tan presente en nuestro día a día, que si estamos dispuestas -y dispuestos- a verlos y reconocerlos no tendremos que ir muy lejos para encontrarlos. Es muy difícil admitir que en nuestra ciudad hay asesinatos, maltratos y agresiones contra las mujeres y que estas no necesariamente dependen del estrato socioeconómico o del nivel de educación de los agresores.

Es también difícil aceptar que muchas de nuestras costumbres sustentan esos comportamientos machistas promoviendo la invisibilización de la violencia y no la prevención o la denuncia. Es doloroso reconocer que todavía hay desigualdad entre los salarios de los hombres y las mujeres y que aún no hay suficientes mujeres en escenarios de toma de decisiones, poder político y liderazgo.

Toma tiempo y voluntad entender que debemos luchar por las libertades que otros ya tienen como la libertad de elegir lo que queremos y la libertad de tomar nuestras propias decisiones sobre nuestro cuerpo y nuestro proyecto de vida. Toma tiempo y voluntad comprender que no debemos ser juzgadas por como vestimos, o por cómo nos vemos, y que encajar en los cánones de “belleza” no debería ser una obligación para todas las mujeres.

Aunque nos cueste trabajo debemos entender que las mujeres podemos ser aliadas y que si nos unimos será más fácil reclamar el lugar que nos merecemos y nos han negado.

No es tarde para tomar consciencia de estas realidades y educar con valores más equitativos y justos a las próximas generaciones. Debemos tener una mirada crítica y desprovista de prejuicios para evaluar nuestra realidad porque una vez decidimos ver la vida a través del lente del feminismo, no hay vuelta atrás. Una vez comprendamos que podemos ser más, y aspirar a más, podremos construir una sociedad libre de machismo y de violencia.

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