Tenía planes. Varios, distintos. Con mis hijos, con mi esposa, con mis hermanos, con mis amigos. Incluso, tenía planes para mí. No eran del otro mundo. Estaba muy cerca de comprarle la bici al de 8 años. El pequeño, de apenas 2, comenzaba a ir al jardín. Ya casi consolidaba una rutina de salir a caminar en la mañana.
Pero un día de pandemia, uno cualquiera de estos últimos 85, caí en cuenta de que -en realidad- lo que el virus me estaba robando no era tanto mi presente diario, mi cotidianidad o mi día a día. No. Me estaba robando esa innata condición de hacer planes, de soñar, de imaginar el otro año, el siguiente mes, la semana que viene, el fin de semana. El virus, que no me ha tocado -y quiera Dios que así siga- me estaba robando mi futuro.
No es tan apocalíptico como se lee. Lo que pasa es que futuro suele ser algo distante y lejano, que parece que nunca va a llegar pero llega. Y -aunque uno se pasa la vida preparándose para el futuro- casi siempre nos encuentra con los pantalones abajo. Como cogió el virus al mundo entero.
Por eso, cuando la pandemia llegó, todo cambió. Hasta los planes. Nadie armó el siguiente viaje imaginario. Nadie pensó en la próxima Navidad, ni siquiera en Halloween o al menos en las vacaciones de mitad de año. Porque, entre otras, ya llegó mitad de año. El virus -y el miedo al virus- paralizó la gente, detuvo las máquinas, guardó los carros y los aviones y nos encerró en cuerpo y mente por tiempo indefinido.
Pienso en los planes de otros. En los del vendedor de frutas que cada mañana -apenas con una aguapanela- sale a rebuscarse lo del diario; en los de la secretaria que pasa sus días pegada al teléfono, sin tiempo para hablar con sus seres amados; en los del cajero de banco, que cuenta y cuenta la plata de los demás mientras espera la llegada de su discreta quincena; o en los del banquero, que va por la vida sumando los millones que su cajero cuenta y muerde una fruta mientras le habla a la secretaria.
Todos, ellos y todos, con los planes aplazados porque el virus nos tomó por sorpresa. Sin vacuna, sin protocolos, sin bioseguridad, sin alcohol (etílico), sin despensas llenas, sin ahorros en la cuenta. Aunque, la verdad, sin ahorros en la cuenta estamos casi siempre, todos. Con o sin pandemia, con o sin trabajo, con o sin angustias, con o sin plata.
Ahora empiezan a hablar de “Nueva normalidad”. Suena como a “tocó salir a ver qué pasa porque no podemos seguir así encerrados, pero obvio, es su responsabilidad”. Como cuando uno le pedía permiso a la mamá para ir de fiesta con los amigos y ella lo sentenciaba con un: “Mijo, pues usted ya está grande, no debería irse por allá pero pues, eso sí, Usted verá”. Qué miedo.
Así que tocará enfrentarnos a esa “Nueva normalidad”. Todos. Ricos y pobres, profesionales y bachilleres, negros y blancos, petristas y uribistas, del Tolimita o de Millonarios. Sí, por supuesto, respetando el aislamiento obligatorio, los decretos presidenciales, las decisiones de los alcaldes, la Policía, los horarios, el pico y cédula, los guantes, el gel, el alcohol, todo, todo, todo lo que digan.
Tocó enfrentarla. Pero les advierto: Sólo derrotaremos esta pandemia si empezamos a retomar con juicio lo único que nos mantendrá medianamente cuerdos: Hacer planes. Para esta noche, para el fin de semana, para el otro mes, para Amor y Amistad, para el otro año, incluso, para la próxima cuarentena.
A fin de cuentas, planeas y planeas mientras vas haciendo y -al final- te das cuenta que la vida es lo que haces mientras terminas de hacer un plan y comienzas el que sigue. La vida siempre ha sido hacer planes. Eso sí, casi siempre, sin terminar.