Hace un par de días mientras caminaba por el andén de una calle concurrida experimenté un profundo asombro que escaló a enojo. Los andenes —o aceras— son zonas destinadas para los peatones y, aunque físicamente están allí, el espacio que se tiene en ellos para caminar con libertad y de forma segura se ha reducido de manera tangible porque pareciera que vivimos la historia sin fin de los Transformers, en la que han sido humanizados y priorizados los vehículos automotores —se suman los productos de almacenes con los que sus propietarios invaden las aceras—, a tal punto que la ley pasa a ser letra muerta —hay cementerios llenos de leyes quebrantadas— y los transeúntes (seamos honestos, todos lo somos, aún aquellos conductores que parquean en las aceras y vías, y que lo tienden a hacer como si estuvieran en un reto de tetris y van rellenando todos los espacios obligando muchas veces a los peatones de turno a caminar por la calzada) somos confinados en una insoportable y peligrosa selva de latas.
Mientras escribo este relato viene a mi mente la reflexión que hizo mi mamá una tarde de abril: “Esta ciudad (Ibagué) es el parqueadero más grande de Colombia” (puede que haya otras ciudades u otras esquinas del mundo en las que sus habitantes tengan esta percepción del lugar donde viven).
He visto con frecuencia busetas, autos, motos e incluso vehículos de carga, parqueados en vías principales obstaculizando el tránsito y la visibilidad, y estos congestionados escenarios siempre me llevan a observar con detenimiento los personajes que hacen parte de ellos. Por una parte, los peatones —de todas las edades y diferentes condiciones— tendemos a hacer malabares para cruzar las calles, intentando, a toda costa, salvaguardar nuestras vidas. Y, por otra parte, el gran número de conductores que transitan por estas vías, de los cuales, haciendo un estimado de las múltiples observaciones que he hecho, menos de un 1% —una cifra ínfima— se detienen para dar paso a los transeúntes —aún en los pasos de cebra—, y a partir de esta conducta recurrente deduzco que la empatía de los conductores con los peatones no está directamente relacionada ni con el género ni con la edad ni con condiciones físicas.
Aunque en diferentes partes del mundo se han registrado casos en los que automovilistas atropellaron de forma intencional a peatones, infiero que la generalidad de los individuos que salen de casa y son conductores de cualquier tipo de vehículo automotor, no salen pensando en ir a asesinar a alguien. No obstante, considero que existe una indeleble línea que al cruzarla, puede llevar a un conductor a cometer un homicidio de forma deliberada como cuando deciden exceder los límites de velocidad, cuando deciden infringir las señales de tránsito, cuando deciden no activar las luces direccionales, cuando deciden ir hablando por celular o ir chateando, cuando deciden no reparar los faroles delanteros y transitan sin luces en la noche, o cuando deciden ir bajo el efecto de alcohol o sustancias psicoactivas. Ahora, imagina el fatídico impacto que puede generar un conductor cuando decide mezclar dos o más de estas arbitrarias decisiones.
Siento mucho cada uno de los trágicos incidentes en los que peatones han sido el blanco, nada de lo que ha sucedido es justo. Hay una serie de creencias que se perciben claramente en la cotidianidad: “A mí nada malo me va a pasar” , “Nadie me va a pillar”, “Tengo todo bajo control”, “Astucia es mi apellido”; “Son otros los de malas”, sustentadas en una ruda autopercepción de superioridad, que sin duda, tiene pies de barro.
Es posible que ante estas desafortunadas situaciones hayan conciudadanos para los que las víctimas sean solo una cifra más en la extensa lista de peatones arrollados (o de los casi atropellados) y puedo decir que esta desconcertante indiferencia que hace invisibles a las personas afectadas, puede amplificar el dolor percibido por ellas. No hay peor ciego que el que no quiere ver y no hay persona más sola que aquella que la sociedad invisibiliza.
Elie Wiesel, escritor rumano sobreviviente de los campos de concentración, retrata la indiferencia de una forma clara y directa: “(…) ser indiferente al sufrimiento es lo que hace al ser humano, inhumano. (…) por lo tanto, la indiferencia es siempre amiga del enemigo”.
¿Hay un sentido de responsabilidad en las personas que están detrás de un volante y de un manubrio? ¿Quién garantiza la protección de los peatones? Percibo que la acción responsable de conducir se ha reducido tanto o más que los andenes para los peatones, al punto de minimizarla al impasible automatismo de acelerar, frenar y pitar.
Todos hacemos parte de un tejido vivo colectivo que refleja el nivel de salud mental a través de las acciones individuales.