Cada vez que se anuncia una investigación, un llamado a indagatoria, la imputación de cargos o cualquier otra medida que implique recurrir a la Constitución y la Ley, como corresponde en un Estado de Derecho; las expresiones de amor y odio no se hacen esperar. El asunto es aún más grave cuando se trata de políticos en ejercicio que, en un sistema clientelista como el colombiano, son los jefes de importantes organizaciones que se apropian de la burocracia y los presupuestos públicos.
El asunto no es de poca monta y, como tantas cosas en Colombia, suele ser evitado para no tener que validar la conclusión a la que se llega: urge poner límites al poder de los políticos en los órganos de control, en el poder judicial y en la Fiscalía General de la Nación, con el fin de garantizar un efectivo sistema de frenos y contrapesos, donde los principios de legalidad e imparcialidad se respeten.
¿Tiene algún sentido que el Senado de la República elija a quien será la cabeza de la Procuraduría General de la Nación y, por ende, entre otras, tendrá la potestad de destituir a los funcionarios y servidores públicos, entre los que están, por supuesto, los integrantes del legislativo?
¿Seguiremos creyendo que la elección del Contralor General de la República por parte del “Congreso en pleno” es garantía de imparcialidad en el control y vigilancia del uso que se hace de los recursos públicos?
¿Vamos a negar que la política se ha tomado el sistema de administración de justicia y que no es inusual que jueces y magistrados pidan favores y hasta puestos para sus familiares y amigos en un nefasto “hoy por ti, mañana por mi”?
Lo más grave es que cuando un juez falla en contra de los adversarios de un sector político, sus militantes y dependientes estallan de la ira y empiezan a desacreditar el sistema. Sin embargo, si el fallo o la decisión es favorable, se expresa la tranquilidad que genera vivir en un Estado de Derecho.
Mentirosos casi todos. El estado de Derecho no les gusta, lo odian, la ley nunca puede estar por encima de los intereses de quienes logran las mayorías y la ley está ahí solo para tener un marco que valide las nefastas prácticas corruptas de siempre, sí, de siempre. Desde el gobierno colonial era claro que “la ley se acata, pero no se cumple” y podíamos en América hacer, en últimas lo que nos viniera en gana.
De hecho, lo han sugerido siempre académicos como John Lynch, Thomas Skidmoore o Peter Smith; la independencia que tanto celebramos tuvo también un germen en el rechazo a exigir que se cumpliera la ley, especialmente si la misma empezaba a declarar que todos eran libre e iguales, acabando, al menos en el papel, con el sistema de castas. Ese que tantos en América Latina quisieran recuperar.
El imperio de la ley es una fantasía, la separación de poderes una falacia y la libertad un término sin referente. Tenemos un estado que se mete en todo y que algunos defienden por los beneficios que les genera y el control que logran de su aparato. Un buen whisky o una comida entre amigos puede ser más importante que cumplir y hacer valer la Constitución Política y la ley.
Basta ver cómo los grandes contratistas, esos que financian por debajo de la mesa las campañas políticas, son los primeros en buscar la forma de cubrir con un manto de legalidad sus trampas, licitaciones amañadas y demás.
Si la Fiscalía imputa cargos a un político, a un empresario, a cualquier ciudadano, pues que un juez libre y apegado a la ley defina. Si una imputación carece de sustento, que la Fiscalía responda con todo el peso de la Constitución que alega defender; pero si un juez libre y apegado a la ley encuentra mérito para una condena y un tribunal la ratifica, lo ideal sería que esté primero el Estado de Derecho y no las lealtades personales o los favores que se deben.
En Colombia, para nuestra desgracia, es costumbre exigir gratitud y lealtad, incluso por encima de la ley y la ética. Quien se apega a estas dos corre el riesgo de morirse de hambre o descansar eternamente.
¿Propuestas? Si. Atentos a la columna de la próxima semana.