Hace 20 años empecé a oír noticias sobre micrófonos que se quedaban abiertos. Fue en la campaña presidencial de George W. Bush, justo antes de iniciar un discurso, cuando le dijo a su compañero de fórmula Dick Cheney: “Allí está Adam Clymer, un imbécil de grandes ligas”.
Clymer era un periodista del New York Times, crítico de su gestión como gobernador. El micrófono estaba abierto y -al final- Bush fue electo.
Hay por ahí varios ejemplos parecidos. Con Reagan, con Major, o con la presentadora de CNN Kyra Philips que, durante la transmisión de un discurso presidencial, fue al baño y -olvidando que estaba en vivo y en directo- se quejó de su hermano, de su cuñada y del sexo masculino en general: “Todos los hombres son unos cerdos”. El micrófono estaba abierto.
Pero la tapa fue hace 5 años cuando el alcalde de Georgetown, Texas, estaba en el Concejo de la ciudad y fue al baño con el micrófono en el bolsillo. De repente se escuchó una seguidilla de estruendos que interrumpieron una y otra vez la intervención de una concejal que había tomado la palabra.
Al instante, todos identificaron los naturales ruidos. El alcalde acababa de transmitir -en audio- los avatares propios de un malestar estomacal mientras su comunidad veía en televisión a la concejal c… de la risa. El micrófono estaba abierto.
Desde que la pandemia mandó a todo el mundo a la casa, los micrófonos están haciendo de las suyas y lo que antes era una eventualidad, ahora es pan de cada día.
Quedémonos en Colombia antes del coronavirus.
El 20 de julio del año pasado, justo antes de entregar sus banderas como presidente del Congreso en el salón Elíptico del Capitolio Nacional, el senador Ernesto Macías le contaba sotto voce a alguien un plan secreto: “Le voy a hacer una jugada a estos de la Oposición. Es que nos toca por obligación que ellos hablen después del presidente. Y entonces, tan pronto termine él, yo digo: `Se decreta un receso´ y le pido a la comisión que acompañe al presidente y lo saco de aquí. Eso no lo saben. Esa es mi última jugadita de presidente”. Al otro día, Macías aceptó el error. El micrófono estaba abierto.
Después del coronavirus.
Exactamente un año después, el celular de Martha Lucía Ramírez captó el momento justo en el que el presidente Iván Duque le respondía una pregunta a su esposa, mientras observaban en un televisor gigante del Palacio de Nariño el discurso de la senadora Aída Avella, en ejercicio del derecho de réplica, y de quien dijo: “La vieja esta dijo que dónde estaba yo, que no estaba escuchando”. El poderosísimo micrófono del celular de la vicepresidenta de la República estaba abierto.
A principios de junio, el entonces presidente de la Comisión Séptima del Senado, Fabián Castillo, en una sesión de zoom, hablaba con alguien por celular: “Qué más hermano, no joda, en el mismo verguero, ese hijueputa de Motoa no nos quiere dejar votar”. Su colega Luis Eduardo Motoa lo escuchó claramente y de inmediato reclamó. Castillo se disculpó. El micrófono estaba abierto.
Hace unos días, la pequeña hija de la senadora Paloma Valencia le gritó varias veces que la odiaba mientras participaba en un debate por zoom -precisamente- sobre la virtualidad de las sesiones. La niña necesitaba a su mamá, no le importa si es senadora o ama de casa o ejecutiva o empleada o todas las anteriores. Quería estar con su mamá y punto.
Lo último sucedió esta semana, en un debate de la Comisión Primera, vía zoom, en el que la senadora Angélica Lozano se retiró de la sesión y creyendo estar en la intimidad, soltó una queja en un mensaje de voz, con madrazo incluido: “Qué amargura, qué amargura. Viste lo que puso Bolívar de que ella se retiró. Hijueputas, lee los comentarios que me hacen. Con estos hijueputas no se puede hacer nada, qué mierda”. La senadora se disculpó. El micrófono estaba abierto.
Antes, los dueños del micrófono eran unos pocos privilegiados. Ahora, todos tenemos uno en casa. O varios. Por allí estamos comunicándonos desde que las reuniones de trabajo, los encuentros de amor, las charlas de amigos, las peleas, los negocios, los cumpleaños, los matrimonios, las citas médicas y hasta los funerales, todo, prácticamente todo, se hace de manera virtual.
Ya no hay reuniones, hay sesiones. Estamos en un nuevo reality en el que todos participamos cada vez que se activa la cámara y el micrófono. Por eso vemos lo que vemos y oímos lo que oímos. En este país somos muy buenos para encontrarle variados usos a los micrófonos pero malos para manejarlos.
Ya nada es secreto. Hace varias semanas, una universitaria de Bogotá asistía a clase virtual y decidió apagar su cámara para tener sexo con alguien mientras la profesora revisaba unas tareas. Sin embargo, algo quedó prendido y todos oímos una mezcla de jadeos, risas y llamados de angustia. Lorena se volvió famosa. El micrófono estaba abierto.
Pero tranquilos. Encontré en tuiter la solución a esta pandemia de indiscreciones que nos viene azotando: cuando esté en zoom, cierre el micrófono y espiche la barra espaciadora mientras habla. Y cuando la suelte, seguirá cerrado. Y asunto arreglado.
Al fin y al cabo, sólo somos seres humanos con la intimidad expuesta. Todos estos casos que acabo de contar no son nada. Terrible, lo que se dice terrible, fue lo que le pasó al alcalde de Georgetown.