El martes pasado, 51 congresistas sesionamos en audiencia especial en Santander de Quilichao, Cauca, para repudiar la ola de asesinatos desatada sobre las comunidades indígenas de esa región, y en especial contra el pueblo nasa. Y para llamar al gobierno y a los colombianos a vencer ese horror.
En mi breve intervención, además de expresar la solidaridad del Polo hacia esas comunidades indígenas organizadas, que han descartado el uso de las armas para tramitar sus reclamos, comenté otros aspectos de la violencia que azota a varias regiones de Colombia. Entre 2016 y septiembre de 2019, durante los gobiernos de Santos y Duque, van asesinados 777 líderes sociales y de derechos humanos, entre ellos 169 indígenas, 182 campesino-comunales, 55 campesinos, 55 afrodescendientes y 49 sindicalistas (Idepaz). Y han asesinado además, según la Fiscalía, 187 miembros de las Farc que abandonaron la lucha armada.
A quien, en extremo equivocado, justifique esta barbarie con cualquier teoría, toca recordarle que en este país, por Constitución, no existe la pena de muerte y que el más elemental principio democrático indica que no hay asesinatos buenos y asesinatos malos, entre otras razones porque el daño que cada homicidio le provoca a la sociedad genera violencia y otros problemas y termina afectando mal hasta a los propios victimarios.
Estas cifras llevan a concluir que el Estado colombiano –más allá de los gobiernos y en buena medida por su culpa– está fracasando en el logro del primer propósito de cualquier Estado, cual es el de asegurar para sí el monopolio de las armas, monopolio que si se pierde en proporciones de importancia, termina por hacerles daños severos a las otras funciones estatales –económicas, sociales y políticas– e incluso puede llevarlo a renunciar o a recortar la legitimidad democrática en la que debe sustentarse.
Colombia carga con una pésima tradición en el respeto al monopolio del Estado sobre las armas. Ahí están las confrontaciones armadas del Siglo XIX, la violencia liberal-conservadora, las guerrillas y los paramilitares, al igual que el delito común, agravado por el narcotráfico. Violencias que, en todos los casos, se constituyeron y sostienen alegando, con falsas razones, un supuesto derecho a ejercer violencia por la propia mano.
En la dirección correcta de aumentar el respeto al monopolio del Estado sobre la fuerza, se avanzó bastante en el proceso de paz. Porque redujo en proporciones notables la violencia y porque, incluso más importante aún, debilitó, de manera decisiva, las erradas teorías que por medio siglo justificaron el alzamiento armado como vía para alcanzar la jefatura del Estado en Colombia. Pero no es suficiente; se requiere dar otro paso.
Las armas no se disparan solas, suelo decir. A los fusiles los disparan las ideas, que son las que ordenan jalar los gatillos. Y que además no se dude: el discurso violento genera violencia física, así quien lo lanza no tenga ese propósito. Si algo explica el fin de la violencia liberal-conservadora, fue que en los acuerdos para superarla se pactó, y cumplió, lo que he llamado el desarme de los espíritus, es decir, pasar de un lenguaje público de guerra a uno de paz, aun cuando en privado se hubieran mantenido, no lo olvido, las sindicaciones de unos a otros. Y lo mismo puede decirse de las paces que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, y eso que esa decisión la acordaron los deudos de ¡40 millones de muertos!
Pero despreciando estas experiencias, pervive en Colombia un discurso cargado de violencia verbal y como si no hubiera habido proceso de paz, que presenta el pasado como si fuera el presente y desconoce los avances logrados aun cuando falte no poco por alcanzar. Necesitamos entonces que ningún discurso conduzca a más muertes por el debate político, aunque este sea vehemente y polarizado. Sobre estas diferencias de puntos de vista debería darse una amplia discusión y ojalá alcanzar un acuerdo nacional.