Dos hechos trágicos enlutaron a Ibagué en los últimos días. El primero de ellos, el asesinato de una mujer que vendía caldo en la calle 15 y quien fue ultimada por su ex pareja; y el segundo ocurrido en el barrio Ricaurte, cuando un sujeto asesinó de un disparo en la cabeza a la mujer con quien sostenía una tormentosa relación.
Ambos casos se convierten en hechos atroces y lamentables en contra de la mujer, y ya no sorprenden a nadie, pues la sociedad colombiana normalizó de manera equívoca acciones como esa. Pareciera que el mundo machista, desestima que un hombre le haga daño a una mujer, pues “esas cosas pasan todos los días” o porque “algo le haría ella para que el reaccionara así”.
El sonado caso de la mujer chilena de 52 años, asesinada cruelmente por su pareja de 28, así como los desafortunados episodios locales descritos, que no son ningún crimen pasional, sino feminicidios que hay que repudiar con contundencia; además de tener en común la violencia en contra de la mujer, podrían retratar como común denominador, una relación tóxica, los celos enfermizos, la falta de amor propio, y la posibilidad de asumir una relación interpersonal dentro de los cánones de una vida medianamente normal en pareja: respeto, confianza, amistad.
Pareciera entonces que no sobra recordar que el amor no es un contrato de exclusividad, que nadie es dueño de nadie, y que nada, absolutamente nada, justifica el maltrato hacia la mujer o hacia nadie. Escuchaba recientemente como el asesino de una de las mujeres, contaba tranquilamente a viva voz en una emisora de la ciudad, la forma que mató a su novia, y no pude evitar pensar en que el libreto es el mismo: “no sé qué me pasó, ella me provocó, tenía rabia”.
En medio de un forzado llanto, el tipo se excusaba en haber sido violado de niño, en supuestos problemas mentales, y en las provocaciones que le hacia la muchacha, quien, según su propio testimonio, ya no quería estar con él sino con otra persona.
Si nada justifica un grito, un golpe, o el maltrato, mucho menos, nada justifica un asesinato. No puede haber peros que valgan, y la ley en Colombia debe juzgar con eficacia a quien asesina, no solo a una mujer o a un niño, sino a cualquier persona. Ese cuentico de “ira e intenso dolor” no debe tener cabida en la jurisprudencia colombiana, así como tampoco debería tener cabida aquello de los permisos de 72 horas, para personas como el asesino de la pequeña Rosmery Castellón, y como cierto ex coronel condenado por matar a su esposa, que pasea tranquilo por los centros comerciales de la ciudad.
Antes de pedir pena de muerte o cadena perpetua, prohibidas por la Constitución y por los tratados internacionales, debemos trabajar en aplicar la ley que tenemos con coherencia, pero principalmente prevenir. ¡No a las relaciones interpersonales enfermizas, tóxicas y obsesivas!