Tortura farmacológica: las muertes silenciadas del sur de Bogotá
16 de abril de 2025

Tortura farmacológica: las muertes silenciadas del sur de Bogotá

Mientras el país combatía la pandemia del Covid-19, en los barrios periféricos del sur de Bogotá se gestaba un fenómeno tan silencioso como brutal.

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Escrito por: Luis Eduardo González
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Durante el año 2020, mientras el foco de las autoridades sanitarias estaba puesto en el virus, el Grupo de Patología de la Regional Bogotá del Instituto Nacional de Medicina Legal empezó a recibir cuerpos abandonados en zonas boscosas y calles apartadas de la ciudad, sin documentos ni testigos que pudieran esclarecer los hechos. Lo que parecía una serie de muertes aisladas, pronto se convirtió en un macabro patrón.

Los cuerpos presentaban hematomas en los antebrazos, una punción precisa en las venas y rastros de pentobarbital y fenitoína, dos fármacos que, combinados, provocan sedación profunda, coma y paro respiratorio. Uno es un anticonvulsivo; el otro, un barbitúrico usado únicamente para eutanasia animal.

“En la morgue empezamos a notar que llegaban muchos cuerpos con estos patrones de lesión. Algunos presentaban disparos, otros signos de estrangulamiento, abuso sexual, golpes, ataduras”, recuerda la doctora María Luisa Amador Salazar, médica forense de la Universidad Nacional y autora del estudio que puso al descubierto este caso sin precedentes en el país.

El rompecabezas de los barbitúricos

La doctora Amador y su equipo rastrearon información en tres fuentes clave: la coordinación del Grupo de Patología, el Laboratorio de Toxicología Forense y el Grupo Nacional de Tecnologías de la Información de Medicina Legal. Así consolidaron una base de datos con 599 muertes violentas registradas en Bogotá en 2020.

Tras el primer filtro, quedaron 124 cuerpos con referencia a barbitúricos. Y solo 22 casos —16 hombres y 6 mujeres entre los 18 y 41 años— coincidían en todos los elementos: no tenían antecedentes médicos que justificaran el uso de los fármacos, y fueron hallados en localidades como Bosa, Usme, Ciudad Bolívar, Kennedy, Los Mártires y San Cristóbal, zonas con altos índices de homicidios.

Los hallazgos fueron inquietantes: 8 de las víctimas figuraban como desaparecidas, y si bien los cuerpos estaban sin documentos, sí conservaban pertenencias como billeteras, joyas o relojes. La hipótesis del robo fue descartada: quitarles los documentos parecía más bien una táctica para retrasar su identificación.

La mayoría de los cadáveres mostraban señales claras de violencia: fracturas, hematomas, disparos en la cabeza —algunos con munición 7,65 mm, común en armas usadas por sicarios—, estrangulamiento y rastros de violencia sexual. Incluso se hallaron marcas de ataduras en muñecas y tobillos.

“Determinamos que estas muertes no fueron accidentales. Las sustancias fueron inyectadas directamente en las venas. Las dosis, las vías de administración y la precisión con la que se canalizaron sugieren que quienes lo hicieron tenían conocimientos clínicos”, advierte la doctora Amador.

Una eutanasia para humanos sin licencia

El pentobarbital y la fenitoína no están aprobados para uso humano en Colombia. Su distribución está restringida únicamente al ámbito veterinario, bajo control del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA). Las únicas presentaciones disponibles —como Euthanex®, Euthasol® o Eutafin®— se utilizan para provocar la muerte de animales mediante paro cardiorrespiratorio en cuestión de minutos.

¿Quién accedió a estos medicamentos? ¿Cómo llegaron a manos de quienes torturaron y mataron a estas personas? ¿Por qué las víctimas compartían rasgos como el trabajo informal, antecedentes de consumo de drogas y detenciones previas?

Aunque 14 de las víctimas eran colombianas y 7 venezolanas, uno de los cuerpos aún no ha sido identificado. La mayoría tenía entre 24 y 29 años y pertenecían a sectores vulnerables: recicladores, conductores, habitantes de calle, comerciantes informales.

El patrón no solo revela conocimiento técnico, también una brutalidad sistemática. Se torturaba, se sedaba y luego se mataba. La administración de estos fármacos no buscaba adormecer el dolor, sino formar parte del proceso de tortura”, concluye la especialista forense.

La cara oculta de una ciudad en pandemia

Este fenómeno fue bautizado por la doctora Amador como "tortura farmacológica", una forma de violencia en la que se utilizan medicamentos de uso veterinario para sedar, controlar y finalmente matar a las víctimas. Es una modalidad sin antecedentes documentados en Colombia y que, hasta ahora, había pasado inadvertida en medio de la crisis sanitaria por el Covid-19.

La investigación, aún sin respuestas judiciales, plantea interrogantes profundos sobre el tráfico de medicamentos, la participación de personal con formación médica y el desamparo institucional frente a las víctimas invisibles de una ciudad que —durante la pandemia— parecía estar únicamente preocupada por un virus, mientras en sus márgenes se cometía uno de los episodios más siniestros de violencia sistemática.

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