En la columna anterior mostré la dramática situación de la juventud colombiana, agravada por la pandemia. El 33% de nuestros jóvenes ni estudia ni trabaja. El desempleo casi dobla la media nacional. La tasa de fecundidad adolescente que da cuenta del 18% de los nacimientos del país es 58,8 por mil mujeres entre 15 y 19 años, que si bien está 2.6 puntos por debajo del promedio de América Latina y el Caribe, supera en 15 puntos la media mundial.
Sin embargo, la reflexión no puede ser simplemente una lamentación. Algo tenemos que hacer. El destino de nuestros jóvenes debería ser una prioridad en la conversación política, pero hacen falta soluciones concretas. Salvo la iniciativa del primer empleo y la de los bonos escolares para abrir a los padres la selección del colegio, lideradas por el Centro Democrático, muy poco estamos proponiendo para solventar estos asuntos.
Siempre hablamos de repensar la educación. Teniendo uno de los peores resultados en las pruebas Pisa, estamos educando una juventud cuya capacidad de competencia a nivel mundial es muy limitada; todos lo sabemos. La educación pública tiene un rezago que no sólo se explica por la escases de recursos. Tiene que ver con la segregación social del sistema, y con una confusión profunda entre el derecho a la educación y una visión caritativa. La pandemia profundizó la brecha, los impactos están por verse. Sin embargo, nada concreto se propone.
Lo más importante es desagregar nuestro sistema educativo. Construir una nación, una sola. Mientras solo unos cuantos puedan recibir educación de calidad, estamos en un sistema que solo se reproduce. No es fácil, ni hay fórmulas simples para hacerlo; pero se requiere.
Creo que requerimos reformar nuestros currículos en al menos dos aspectos. Colombia tiene que alinear su proyecto como país. Enfocarse en aquello en lo que podemos ser exitosos y competitivos, y lograr que la formación académica, la investigación y las políticas públicas coincidan con ese proyecto. La desarticulación de los intereses de formación, con lo que investigamos, lo que producimos, lo que exportamos y lo que legislamos no nos permite avanzar. Se requieren velocidad y resultados que impacten en la vida de la ciudadanía. El compromiso de Estado en el crecimiento económico inclusivo tiene que tener un elemento de articulación, esfuerzo para dirigirnos hacia alguna parte; y la fuerza para que suceda.
Además, la revolución de la automatización clama porque incluyamos en nuestra educación la programación de computadores y la robótica; así lo pedimos con una ley desde el partido. Sin embargo, es mucho más que dar unos cursos, es volcarnos en convertirnos competitivos. Los niños de hoy pueden tener un destino distinto, pero debemos decidirlo y hacerlo ahora.
Los jóvenes, no sólo de Colombia, sino del mundo, están esperando transformaciones del mundo muy profundas. Tal vez de ahí surge su desconfianza con la política, a la que ven como un sistema ineficaz a la hora de plantear cambios drásticos. Y en cierta forma es cierto, la política como la administración pública confían en la construcción sobre lo construido. La gradualidad de los procesos, para no arriesgar lo que con dificultades hemos construido. Sin embargo, tenemos que ser más determinados en buscar los cambios. Nunca aportar por esas loterías del populismo, que lanzan por un abismo a las naciones; con la promesa de que no hay nada que perder y de que todo se logrará como por arte de magia. Es un asunto de determinación; trazar una ruta, hacer pactos nacionales que nos permitan transitarla sin desvíos.