El médico tolimense que ha cuidado perros en abandono por más de 20 años
Él es Carlos Lozano, médico general, graduado de la Universidad Sur Colombiana. Orgullosamente tolimense y con más de 20 años de experiencia atendiendo a pacientes en diferentes clínicas y hospitales del país.
Honesto, responsable, un médico con vocación de servicio, exigente en su trabajo, es de aquellos profesionales que no va con las injusticias y habla de frente y sin rodeos.
El Dr. Lozano ha dejado huella donde quiera que ha ido a prestar sus servicios. Y la ha dejado no solo en sus habitantes, sino en aquellos que no tienen voz: los amigos perrunos.
Sí, los mismos que reciben el maltrato indolente del ser humano, que deambulan por las calles en el día buscando algo de comida y en las noches se refugian en cualquier corredor.
Carlos, en los lugares donde llega a ejercer, siempre se encuentra con perritos de calle, que lo siguen como si intuyeran que él es el amigo que ha llegado a protegerlos; es una química pura, amor a primera vista. Lo acompañan incluso a su sitio de labores: el hospital. Lo esperan hasta terminar su turno, no importa si son más de ocho horas.
Algunos han decidido vivir a las afueras de los centros hospitalarios. Entonces, él los ubica en un lugar que estén seguros, les pone colchoneta, comida y agua. Pernoctan allí y cada día esperan con ansias la hora en la que el médico llega para recibir ese cariño de su amigo incondicional.
Los que no viven en el hospital permanecen cerca al lugar donde reside. Él quisiera tenerlos dentro de su espacio, pero sus arrendadores no se lo permiten, aun así, ha tenido la fortuna de contar con personas de buen corazón que deja a los peluditos reposar en su antejardín, otros duermen en los parques, algunos en las plazas de mercado, pero donde quiera que estén, hasta allí llega Carlos, a brindarles comida.
Y es que La inteligencia de los perritos contrasta con la brutalidad e ignorancia de quienes los maltratan y con la indiferencia de mandatarios que se hacen los ciegos y no les conmueve ver deambular por sus calles a animales indefensos, con signos de maltrato y desnutrición, ignorando la Ley 2054 de 2020 en su artículo primero que dice: “Atenuar las consecuencias sociales, de maltrato animal y de salud pública derivadas del abandono, la pérdida, la desatención estatal y la tenencia irresponsable de los animales domésticos de compañía, a través del apoyo a refugios o fundaciones legalmente constituidas que reciban, rescaten, alberguen, esterilicen y entreguen animales en adopción, mientras los distritos o municipios crean centros de bienestar para los animales domésticos perdidos, abandonados, rescatados, vulnerables, en riesgo o aprehendidos por la policía”.
Carlos Lozano ha trabajado en centros hospitalarios de Sevilla y Caicedonia, en el Valle del Cauca; Salahonda, en el Pacífico; Girardot, Mariquita, Neiva, entre otros municipios, donde ha brindado cariño y protección a cientos de animalitos.
Pero hay un sitio muy especial para él, que se robó el corazón de sus amigos perrunos, quizás porque ha sido el lugar donde más tiempo ha estado, y es Anolaima – Cundinamarca.
En ese municipio, donde alguna vez se atrevieron a acusarlo equivocadamente de darle más importancia a unos “perros” que a sus pacientes. Algo injusto en una sociedad vacía, carente de sensibilidad y sentido común, donde no existe la más mínima muestra de solidaridad y cariño por un ser indefenso.
Allí dejó sus grandes amores: La Negra, Motas, Horacio, Lucas, Oliver, Aníbal, Fiona, Muñeca y otros tantos. El dolor más grande que siente el médico es cuando las circunstancias lo obligan a trasladarse a otra ciudad.
Hace poco más de un año, dejó el municipio de Anolaima y con ello la tristeza de abandonar a sus compañeros perrunos. Su familia reside en la ciudad de Ibagué y él en la actualidad se encuentra en el departamento del Huila.
Por motivos de trabajo, atendiendo a pacientes diagnosticados con COVID-19, no había tenido tiempo de visitar sus amigos, pero nunca los olvidó. Su amor por ellos es tan grande que sacó un espacio para verlos. Carlos recorrió 334 kilómetros, con siete horas de viaje, que es la distancia ida y regreso de Ibagué a Anolaima. Les llevó desparasitantes, un bulto de comida, y lo más importante, su cariño. Su señora madre es la cómplice del médico en estas aventuras.
Ese recorrido en Anolaima comenzó por el Hospital, su antiguo lugar de trabajo. Allí lo esperaba la Negra. Sintió nostalgia al no encontrar a Aníbal.
Luego se fue a casa de una de sus antiguas compañeras: una enfermera que da posada y cuida de sus perritos callejeros en el ante jardín de su hogar.
La felicidad de sus amigos perrunos al verlo, no tiene comparación. Es un amor sincero, un agradecimiento indescriptible. Lo huelen, lo tocan y les parece mentira que ese ángel, que los cuidó por mucho tiempo, hoy esté de regreso. Luego se fue al parque, allí encontró a Negrita. Pero faltaban más. Se fue a la plaza de mercado en busca de Fiona.
Recorrió a pie las calles a fin de hallar a sus demás amigos, lastimosamente no los encontró, “tal vez los envenenaron”, dice con voz de tristeza.
A todo peludo que encontró le dio comida; la gente lo miraba con algo de extrañeza, les parecía impensable que un médico, que ya no trabaja en el municipio, hubiera hecho semejante viaje tan solo por ir encontrarse con sus fieles adeptos.
De regreso venía con la satisfacción del deber cumplido, pero con la nostalgia de dejarlos y la incertidumbre de no saber cuándo pueda volver. No importó el costo de gasolina, ocho peajes, comida y medicamentos; lo que importa es la entrega de asistir a aquellos que no tienen voz, que no hablan cuando tienen hambre y padecen la estulticia y maltrato de una humanidad que no tiene empatía con aquel que sufre: sea persona o animal.