“Veo gente muerta. Caminando como gente normal. No pueden verse entre ellos. Sólo ven lo que quieren ver. No saben que están muertos. Los veo todo el tiempo. Están en todas partes”, le dice el pequeño Cole al dr. Crowe.
Siete frases que repito una y otra vez en mi mente mientras recorro la ciudad rumbo a uno de los hospitales destinados para atender los pacientes de coronavirus. Porque no en todos reciben. Los veo con tapabocas. O sin tapabocas. Los veo haciendo fila, los veo ejercitándose, los veo comprando, vendiendo, asaltando.
Los veo violando niñas indígenas, los veo golpeando indigentes, los veo robándose la plata de las ayudas para los médicos. Y también veo a los médicos muriéndose porque nunca llegaron las ayudas y tampoco pudieron comprarlas porque no les pagaban el sueldo desde septiembre pasado. Obviamente, qué plata iba a llegarles si se la estaban robando desde antes.
Eso le pasó al médico Heandel Rentería, que trabajó en el más pobre hospital de este país, el San Francisco de Asís, en Quibdó, tan miserable que debe ser mejor morirse antes de entrar que fallecer allá adentro, sucio, sin equipos, con médicos que no les pagan, que terminan muriéndose jovencitos, por no tener cómo enfrentar el virus.
Deberían leer las cartas que los médicos de allá les enviaron a los gerentes y a los funcionarios. Son de no creer. Exigen tapabocas, guantes, gafas e insumos. Y, además, que les paguen. ¿Están leyendo? Que les paguen.
Igual, nada llega. Ni los tapabocas ni los guantes ni los insumos ni el sueldo. Lo que sí llegó -efectivo- fue el contagio. Por eso, de los 27 médicos, 8 ya se enfermaron. Y de 79 casos de personal de la salud contagiados, 76 lo hicieron mientras prestaban el servicio. ¡Quién los manda a no usar tapabocas!
Allá sí que aplica eso de que los médicos también se mueren. Como Heandel, orgullo de Bagadó, muerto y abandonado por todos nosotros, que no dijimos nada cuando nos advirtió por tuiter su irremediable destino.
¿Han pensado qué pasaría si el ministro de Salud se fuera a vivir a Quibdó dos meses? Apuesto a que no se muere ni un médico, ni un enfermero, ni un camillero. A que llegan guantes hasta para los pescadores. Y talegas de insumos. Y los sueldos, con prima incluida. A que no se roban un peso. Por lo menos en esos dos meses. Pero no. Eso no va a pasar. Toca estar cerca de Palacio porque hay programa a las 6. Igual, es Chocó, tampoco es que importe mucho.
Eso sí, para animarlos, lo que tiene Quibdó es buen aeropuerto.
Pero, a ver, ¿quién que lea esto ha ido al Chocó? Allá sí que aplican las frases del primer párrafo.
Ahí les cuento: Ayer hubo en varias ciudades simulacros para explicar temas como aumento del número de fallecidos y disposición de cadáveres. Y usted, tranquilo, como si nada. Ya no se lava las manos seguido, usa el tapabocas para sostener la nariz y sale a la calle por salir. Sí, obvio esto no es con Usted, que es de lo más juicioso que hay. Es con su vecino, su amigo, su pariente. Yo soy normal. El resto no.
Pero todo cambiará cuando el sistema se desborde. Y se va a desbordar. Por eso planean qué hacer con tanto cadáver para que no quede tirado en la calle, como pasó en Guayaquil.
Cuando Nueva York no dio abasto con tanto enfermo, prohibieron la reanimación a pacientes de cualquier edad con enfermedades mentales como autismo, parálisis cerebral y retardo mental profundo. En Colombia, el tema se discute en Comités de Ética Médica, con una justificación más que contundente: La reanimación es uno de los mayores momentos de riesgo de contagio para el personal médico durante una pandemia, por la exposición a la infección y porque es cuando el paciente tiene más carga viral, es decir, más virus circulante. Demasiado riesgo.
Cuando el sistema se desborde, los hospitales comenzarán a emitir su Declaratoria de Emergencia Funcional, es decir, no recibirán a nadie porque su ocupación estará al 100 por ciento, al 120 por ciento para ser exactos. Y seguirán llegando enfermos del virus -contagiados por salir, o por los que salieron- no importa, igual no los recibirán.
Entonces empezarán a llegar pacientes a hospitales de menor complejidad. Eso sí, encontrarán camas pero no respiradores. Médicos generales pero no intensivistas. Oxígeno pero no Unidades de Cuidados Intensivos. Habrá enfermeras, pero no podrán salvarlo. Ya pasó en otros países. Acá será igual.
El siquiatra Milton Murillo contó en su tuiter que su lugar de trabajo es un hospital con buena capacidad instalada y gente muy capacitada. Tienen que estar listos para recibir pacientes si el sistema se desborda. Es decir, si se llenan los hospitales y siguen llegando enfermos del virus, muchos irán a parar allá.
Nada podrán hacer por ellos. Se morirán. Porque es una gran clínica especializada en salud mental, pero no hay laboratorio, ni soporte para entubar, ni terapeutas respiratorios. En cambio, tienen listos protocolos de sedación, manejo paliativo y guías para no reanimación. Y Usted, saliendo tan tranquilo.
El siquiatra dice que tiene la esperanza de que ese día no llegue. Es un hombre optimista pero ese día llegará. Estamos desatados: Primero el nuevo televisor, tranquilos, yo no me quito el tapabocas; primero la pequeña reunión, tranquilos, mantenemos la distancia; primero todo, después la prevención. De algo me tengo que morir.
Ya casi llego a ese hospital. Sigo viendo la gente. Y debe ser muy parecido a la ciudad donde Usted vive. Seguramente ve lo mismo que yo: Gente muerta, caminando como gente normal, que no sabe que está muerta. Ahora que lo pienso, es muy posible que Usted sea uno de esos muertos. Recuérdelo cuando salga a caminar.
Puede encontrarlo en Twitter como: @JaimeHonorio