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El terremoto de hace 20 años

Como muchos, yo también recuerdo qué estaba haciendo el 25 de enero de 1999 a la 1:19 p.m.: estaba viendo Padres e hijos cuando un sacudón y un ruido me sacaron de la cama. Corrí con mi familia hacia la calle. Los cables de la luz de la Avenida Santander se movían como si una mano gigante los estuviera sacudiendo.

En ese entonces yo trabajaba como corresponsal de El Espectador para el Eje Cafetero, así que salí para Armenia tan pronto como pude. Allá me cogió la réplica de las 5:40 p.m. Las noticias, al principio fragmentadas, tomaron forma con el paso del tiempo: el terremoto causó daños en 28 municipios de 5 departamentos. Hubo más de 1.110 muertos, 4.000 heridos y 100.000 viviendas afectadas.

Una conversación en la sede de la Cruz Roja de Armenia la noche del sismo, en medio de una ciudad sin agua, sin luz y con las calles bloqueadas por los escombros, me reveló lo que se venía: el alcalde de Armenia David Barros, el gobernador del Quindío Henry Gómez Tabares y el presidente de Colombia, Andrés Pastrana, discutían con sus asesores sobre cómo atender la emergencia.

Llevaban más de 15 minutos hablando sobre la necesidad de conseguir ataúdes en otras ciudades porque en Armenia no había. Alguien sugirió traer una docena desde Bucaramanga en un avión del Ejército. De pronto otra voz dijo: “un momento: es claro que a los muertos hay que enterrarlos, pero el problema grande aquí son los vivos”.

Dos días después ocurrieron los saqueos: grupos que alegando hambre entraron a supermercados y almacenes para robar desde agua y enlatados hasta televisores y whisky. Con más de 250.000 damnificados, la reconstrucción se convirtió en un reto descomunal.

En 1983 el terremoto de Popayán dejó una experiencia amarga: aunque se recogieron muchas donaciones la gente dijo que la plata se perdió y hubo personas que tuvieron que vivir en carpas más de un año.

Para evitar que ocurriera lo mismo en el Quindío se inventaron un modelo distinto: le asignaron la reconstrucción de cada municipio a una ONG diferente y lo mismo hicieron con cada una de las 10 comunas de Armenia.

Para administrar todas las ONG, el gobierno creó el Forec, una entidad que manejó $1,7 billones de presupuesto público, contratando como si fuera una empresa privada.

Recorrer el Quindío en los meses posteriores al terremoto era encontrarse con los oenegeros venidos de distintas ciudades del país: gente vestida con chalecos caqui, gorras y escarapelas que hacían dinámicas de grupo en los cambuches y hablaban de la importancia de “resignificar el territorio”, “reconstruir el tejido social”, “fortalecer los procesos de resiliencia” y “diseñar proyectos productivos alternativos”. Creo que fue por esos días cuando por primera vez oí hablar de la economía naranja.

El Forec se mostró ante el país como un modelo exitoso y de hecho algunos de sus directivos se han dedicado a viajar por el mundo contando esa experiencia. Sin embargo, recuerdo a los alcaldes y concejales de los municipios afectados, quejándose del escaso poder que les dejaron. Se sentían al margen, despojados de funciones, pese a haber sido elegidos popularmente.

La gente ya no acudía ante ellos para resolver problemas o manifestar inquietudes: iban a las ONG. La plata llegaba del gobierno nacional al Forec y del Forec a la ONG sin pasar por los alcaldes. Los defensores del sistema decían que así se evitaba la corrupción, pero los detractores señalaban que era un modelo neoliberal que le entregaba a unos pocos particulares decisiones públicas trascendentales para la región.

20 años después cada quien hace su balance. Aunque las tasas de desempleo superan el promedio nacional, la reconstrucción económica del Quindío es evidente. Tiene excelentes vías y en cada municipio hay turistas extranjeros todas las semanas del año disfrutando del paisaje, el café y el clima. Hay además buena infraestructura hotelera y los parques temáticos atraen gente.

Pero la realidad política es lamentable: la última gobernadora del Quindío fue inhabilitada por 12 años, la última alcaldesa de Armenia está en la cárcel y el liberal que la reemplazó fue capturado por corrupción.

Es cierto que hay bandidos en todos los departamentos y que cuando un político corrupto cae hay otro barón electoral listo para aprovechar el hueco que deja. Pero en el Quindío la situación es particularmente crítica.

Aunque el terremoto fue hace 20 años, las réplicas del debilitamiento político e institucional que implicó un modelo de reconstrucción cimentado en la administración de desconfianzas hacia lo público todavía se sienten.

 

Publicada en La Patria

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